Josep Guardiola: el “último” catalán nacido en España
Jorge Alberto Meneses Cárdenas
jorgemenecs@hotmail.com
Si el futbol es un deporte capaz de hacer que millones sientan como propio un gol facturado a miles de kilómetros de distancia, también podría intentar un cambio de juego de primera intención.
El catalán más universal de la era posgaláctica, Pep Guardiola, es un embajador romántico del juego estético y limpio, justo el que no se practica en la FIFA y mucho menos en el “libre mercado”. En los últimos años de su carrera como futbolista militó en el equipo mexicano Dorados de Sinaloa. Sin más pena que gloria, dejó un sabor de boca de hombre honesto y trabajador.
Cierta vez, ya lejos del autoexilio que tuvo en el balompié azteca, en Los Ángeles, California, previo a un amistoso entre el Barcelona de España y el América de México, ante una pregunta de la prensa sobre si en algún momento le interesaría dirigir en el futbol mexicano, el catalán dejó en claro que sí, pero también, con una sonrisa inteligente e irónica, señaló que lo haría siempre y cuando Televisa y Tv Azteca se lo permitieran. “Espero portarme bien para que me lo permitan”, remató contundente el técnico más joven y exitoso del momento.
No sólo mostró el colmillo de forma elegante: así como diseñó la lógica del tiquitaca con los niños que se incubaron en La Masía –la escuela de futbol del Club Barcelona–, con inteligencia hizo una descripción densa de los dueños del balón en México.
Como personaje literario, es candidato para ser descrito como un hombre maduro que con el mismo traje y un portafolio oscuro, recorre diariamente las ramblas de Barcelona, vendiendo enciclopedias sobre animales y seres exóticos, por ejemplo, el Messi de la pradera, para el que ninguna cerca con púas es impedimento para seguir flotando sobre el campo y ver que las flores no se molestan de su pisada letal y su precisión para azotar la red; o el Ronal-niño de la selva, que con la sonrisa de hiena contenta distrae al rival, mientras pasa su vida en un eterno día de campo, burlando guaruras en el césped o en los bares de cualquier playa del mundo.
La colección también incluye a un portero –cualquiera que éste sea–, pues como lobo, se dedica en soledad a creer que la pelota y la luna se pueden a-garrar con lances de lince o con aullidos cargados de incómoda melancolía estéril.
Pero no. “Pep”, como le llaman sus amigos, juega a ser director técnico de equipos orquestados de tal modo, que tocan la pelota con el ritmo y la propiedad de quien estudió en un buen conservatorio alemán.
Sin embargo, él rompe el estereotipo del técnico a quien no le interesa más que la plata y el once inicial. Ha sido un constante promotor de terminar con lo que para él siempre ha sido un país dentro de otro país: promueve la independencia de Cataluña.
El ahora entrenador de Bayer Munich, después de los comicios donde la mayoría de los catalanes dijeron SÍ estar de acuerdo con la independencia de Cataluña para separarse de España –mas no divorciarse–, declaró que si el Barcelona Futbol Club no jugaba más en la liga española, era lo menos importante.
Juego de palabras al fin de quien sentenció que el futbol es lo más importante de lo menos importante, pero que trajo al terreno de juego la discusión sobre un deporte espectáculo que durante todo el siglo XX y lo que va del XXI, se convirtió en una religión empastada, aunque a veces empantanada por sus directivos y los intereses políticos y comerciales.
Y efectivamente, ni en sus peores sueños el dictador Francisco Franco imaginaría que el equipo de sus amores se pudiera quedar huérfano de rival. El Real Madrid, digno jerarca del futbol mundial en múltiples ocasiones, correría el gran peligro de quedarse sin el rival que quiere encontrarse en todas las películas.
Nada más absurdo en una épica deportiva que un protagonista estelar pudiera quedarse sin el odiado antagónico. De poco le servirían los actores de reparto a un gigante acostumbrado a luchar semana tras semana por las portadas de los diarios para ver quién sacude mejor las redes del contrario, y de paso, humilla con su victoria a su adversario público numero uno.
¿Se podrían imaginar los aficionados de la liga española el futbol sin la timidez enfermiza ante los close up de Lionel Messi al salir al campo contrario? ¿Se podría dar el lujo Joaquín Sabina de reescribir su Calle melancolía, pero mirando hacia el Nou Camp? ¿Podrían darse el lujo las nuevas generaciones de colchoneros, merengues, catalanes, periquitos y demás tribus futboleras de soportar un nuevo muro de Berlín –en este caso futbolístico–, en plena gol-balización planetaria? ¿Estarían preparados los Estados nacionales y las federaciones de ambos lados para contribuir a que se construya jurídica y lealmente el primer clásico transnacional con repercusiones globales?
Sin duda, esto daría un mensaje positivo entre ambos bandos. Si el futbol ha servido como gancho para crear imaginarios nacionalistas con tintes fascistas, también puede invertir la moneda y ser la metáfora de que puede existir una separación de mutuo acuerdo –sin que la descendencia salga perdiendo a alguna de las partes–. En este caso, la liga española y la catalana bien pueden dar un golpe de autoridad para jugar juntos, aunque con bienes separados.
Josep Guardiola tiene un lugar asegurado en la memoria del futbol. Es el primer técnico en el mundo en ganar seis títulos en un año y conducir a un equipo que ganó todo en el terreno de juego –aunque, sobre todo, ganamos los que vimos jugar a sus dirigidos–. Pero también puede tener un lugar privilegiado entre los catalanes, no sólo por estar su silueta colgada en la memoria del banquillo en el Nou Camp, sino por entender que un exfutbolista no sólo usa la cabeza para rematar el balón, sino porque aún cuando ya tiene años que colgó los tenis, sigue siendo un jugador que cuando declara algo siempre lo hace de primera y con efecto. Guardiola podría ser el último catalán nacido en España.