Seis años de soledad
Ruben González Osorio
Andrés Manuel ¿podrá dejar de luchar?
García Márquez sabe. Siempre supo. Lo que no sabíamos es qué tanto.
“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo”. En esa parte estamos claros: hay similitud. ¿Necedad o perseverancia? Encono quedaría mejor.
“El peje” perdió sus primeras elecciones en el 2006 (o al menos eso se escribe en los fantásticos libros de texto gratuitos de la SEP), y tardó dieciocho años en poder obtener una victoria tan aplastantemente categórica como imposible de deslegitimar.
En este proceso de elección tuvimos tres campañas. Cada una de tres partidos políticos en coalición: La del niño maravilla, ese que hablaba y sabía cómo. El excelente orador, el ¡Claro que podemos!, el que hostigó a López Obrador en cada uno de los debates, el que se ocupó de llevar el acordeón al examen, sólo por si las dudas. Anaya, el niño que siempre hacía la tarea y que antes de terminar la clase también se aseguraba de preguntar al profesor si la revisaría (¡Cómo los odio Anayas!); por otro lado estuvo Meade, el buen hombre del vitíligo, el candidato de los huevos tibios, del hablar bajito, de la sensibilidad del hombre moderno, el que nunca robó y persiguió a sus compadres gobernadores hasta el cansancio: el justiciero, que no obstante, defendía al partido que no podía ser defendido. Y, por supuesto, la del otrora terrible Coronel Aureliano Buendía, alguna vez militar, ahora, canoso, disminuido, arrugado por el pasar de los años, de la nostalgia, de las derrotas. Ahora se vestía de blanco y refrenaba sus impulsos incluso más allá de lo que su expresión corporal aceptaba. (Quizá, lo único bueno de los debates). Dos de esas campañas fueron basura y la otra, aunque un tanto deslucida, fue suficientemente buena para arrebatar treinta de treinta y dos estados del país.
Después de los debates (¡Vaya porquería, por cierto!), nos dimos cuenta que la verdadera guerra política de México no se lidiaba en los cuarteles de los partidos. Ni siquiera había nacido en dos mil dieciocho. La guerra había terminado desde hacía mucho tiempo. ¿Crónica de una muerte anunciada? Don Gabriel no deja de sorprendernos. Al final, resultó que la gente no era tan dócil, tan frágil, tan tonta. Al final, resultó que el voto de un campesino muerto de hambre tenía exactamente el mismo valor que el de ese patrón que te explota y te vende la maravillosa idea de que hacer dinero para él en jornadas sobre humanas y con un sueldo miserable, es crecer.
Al final, después de un primero de julio como nunca hubo en México, resultó que esos treinta y dos levantamientos armados que el viejito había perdido uno a uno, en realidad, habían logrado sostener una guerrilla de voluntad popular, de búsqueda de justicia o siquiera de equidad. ¡Hip Hip Hurra! Se gritó en las calles de Macondo y se declaró que cada hombre alrededor del río podía pintar su casa del color que se le diera la chingada gana.
Bueno, ¿y ahora?
Ahora, nos queda la esperanza. Aunque también se asoma el miedo. Y no se sabe cuál de los dos toros es más grande. Mientras tanto, Aureliano Buendía, el gran Aureliano, ahora a media ancianidad, el que habla lento y necesita concentrarse, el que nació con los ojos abiertos, ese que ha cambiado el discurso y lo ha bañado, peinado y puesto chulo con un moño rojo; ese mismo, se recluye en el taller de alquimia para fabricar más pescaditos de oro. ¿Y los empresarios? ¿Y los magistrados? ¿Qué me dices de Bartlett? ¿¡Meade al Banco de México!? Incertidumbre total. Nadie sabe si lo que queda de este coronel honrará la confianza que el pueblo de México le brindó en las urnas, pero todos (o al menos, la inmensa mayoría) deseamos que así sea. Deseamos justicia, educación, equidad, seguridad, salud.
Deseamos ser un país funcional. Deseamos que Aureliano no solamente tenga la visión del guerrero, del opositor al sistema. Deseamos que vaya más allá y que se convierta en un José Arcadio Buendía y que utilice su descomunal fuerza con la que pudo derribar a un caballo por las orejas, que no solo empiedre las calles, que aprenda a decir “me equivoqué”, que rinda cuentas de las masacres olvidadas de tantas y tantas compañías bananeras y que nunca más vuelvan a ocurrir. Que deje de escurrir la sangre de los inocentes y que todos podamos desempeñarnos bajo condiciones propicias para satisfacer todas y cada una de nuestras necesidades. Al final deseamos tantas cosas que no sabemos si podrán ocurrir.
Al final, solo nos queda aferrarnos a la esperanza y exigir que desde su primer día en funciones, ahí en donde esté, sea capaz de poner en marcha este país. Qué cumpla sus promesas y que vigile por el interés social de un pueblo lastimado. Qué sea Aureliano Buendía, pero también un José Arcadio, y que nunca, por ninguna razón se convierta en un Arcadio cualquiera. Que nunca se convierta en un tirano, porque como lo dijo Márquez “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”. Y sería tristísimo saber, que después de todo, escrito en pergaminos o sin ellos, nuestro destino es ser arrasados por el viento y desterrados de la memoria de los hombres.