De Norte a Sur Opinión

Como la esperanza me salvó de morir por COVID-19

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4 septiembre, 2022 @ 4:11 pm

Como la esperanza me salvó de morir por COVID-19

Osiris Israel Benítez Vasconcelos

Hace un año, el 28 de agosto del 2021 para ser exactos, estuve al borde de la muerte, la neumonía causada por el COVID-19 casi me vence por knock-out. Por mi trabajo, había presenciado a cientos de personas ser diagnosticadas con COVID-19. Algunos no sabían qué hacer ante la noticia, otros buscaban algún médico para atenderse. Actualmente, y gracias a la vacunación, la mayor preocupación ahora es conseguir la incapacidad por parte del IMSS, pero en esos días, dar positivo a COVID generaba incertidumbre.

Los primeros síntomas

Cuatro días antes de mi funesto día, el cuerpo cortado y la tos hacían evidente que algo no estaba bien. Ante la sospecha, me hice la prueba y diez minutos después mi compañera química me entregó mi resultado. No había necesidad de leer la papeleta, su mirada decaída me decía que era positivo.

Una de mis compañeras doctoras me recetó paracetamol, jarabe para la tos y mucho reposo. En el trayecto a casa, le avisé a mis hermanas de mi estado de salud, mi hermana menor me decía que me haría un té para mi garganta, mientras que mi hermana mayor me compraría electrolitos. Ya en mi cama, la fiebre y la tos me dificultaban el sueño. A lo largo del día, mis hermanas me llevaban de comer, pero esta se enfriaba rápidamente por la ausencia de mi apetito.

La situación se complicó

Cada día que pasaba, me preguntaba si pude haber contagiado a alguien más y cuándo me sentiría mejor, ya que conforme fue pasando el tiempo, me sentí cada vez mal, la fiebre no cedía y la tos me provocaba dolor de cabeza y vómito. La doctora que me revisó me escribía todos los días para saber cómo iba evolucionando, pero mis respuestas no daban signos de mejoría. Cuando le dije que mis pulmones me dolían al respirar, que mi saturación estaba en 88% y el paracetamol no controlaba mi fiebre, me ordenó que fuera de inmediato al hospital para que me pudieran revisar. Después de examinarme, la conclusión era unánime, tenía que ser ingresado. Mientras preparaban mi ingreso, le escribí a mis hermanas. En cuando pudieron, fueron para allá, pero por las restricciones sanitarias no nos pudimos ver.

Las miradas de mis compañeros y compañeras eran incrédulas, algunos me deseaban pronta mejoría (y por sus ojos hacia mi persona) también lo hicieron por WhatsApp . Esa primera noche fue incómoda, tuve que aprender a dormir con una mascarilla puesta y a moverme con cuidado en la cama para no lastimarme con el catéter.

Al día siguiente, cuando llegó el momento de desayunar me fatigué. Cuando terminé, me coloqué rápidamente la mascarilla y me acosté para tratar de dormir. Seis horas después me despertaron para comer. Mientras la enfermera preparaba mis medicamentos en la habitación, en ese momento el frío se apoderó de mí y comencé a temblar como si estuviera convulsionando. Ella me pidió que me calmara aunque su voz había un tono de exasperación, mientras me colocaba el oxímetro.

Al borde la muerte

A pesar de tener el rostro cubierto, pude ver sus ojos atónitos cuando vio cómo mi saturación de oxígeno bajaba abruptamente. Traté de calmarme, siguiendo sus palabras, pero el temblor de mi cuerpo no lo permitía. Las enfermeras y la médico de guardia entraban y salían de mi habitación con cobijas y medicamentos para bajar mi fiebre y mantener mi oxigenación. Cuando paré de temblar, pusieron mi tanque de oxígeno al máximo con la esperanza de que me mantuviera estable. El medicamento no lograba su efecto y las ideas se acababan. Entraban y salían regularmente para revisar mis signos vitales, por la fatiga no pude reconocer a quienes entraban a verme. Como último recurso, me pusieron muchas compresas de agua fría con alcohol para bajar la fiebre. El resto de ese día fui una momia cuyos vendajes eras cambiados constantemente para controlar mi temperatura.

La mirada que me dio esperanza

Afuera de mi habitación, varios de los médicos y administrativos se reunieron, junto con mis hermanas, para ver qué se podía hacer. La intubación ya era una opción para mí. Mientras ese cónclave seguía en discusión, una de las enfermeras fue a revisar que siguiera estable. Acarició mi cabello húmedo por el sudor y me tomó fuerte de la mano. Ella me dijo: “Hay mucha gente que quiere verte salir de pie. ¡Resiste!”. Apreté lo más que pude su mano, la miré de reojo, a pesar de la máscara y la oscuridad del cuarto, la luz del pasillo me permitió ver la esperanza en sus ojos.

El fin de la pesadilla

Al día siguiente, el primer obstáculo fue superado, mi fiebre bajó a 38º. Esa primera victoria fue acompañada de otras sucesivas. La alegría que acompañaba esos avances eran celebrados moderadamente, ya que aún existía la posibilidad de una recaída. Afortunadamente, con el paso de los días, fui mejorando y por ende las restricciones se fueron flexibilizando y ya podía recibir visitas aunque eran de lejos. Una semana después, me cambiaron del área COVID a un cuarto de hospital sólo para monitorear mi estado de salud. Dos días después, el médico de piso me avisó que ya podía irme a casa. Sólo me indicó algunos cuidados que debía seguir antes de reintegrarme a mi vida cotidiana. Ya listo, me despedí de algunos compañeros y compañeras del hospital con abrazos acompañados de deseos.

De regreso a casa, el abrazo de mi madre fue muy caluroso. Me preguntó si quería cenar y le respondí que sí. Mientras me preparaba algo, me fui a la sala aún con debilidad y encendí la televisión. Me perdí en los ojos de María Inés, la protagonista de la telenovela, mientras respiraba profundamente marcando el final de este cruento episodio en mi vida.

Imagen: Infosalud
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