París: confusión general y voluntad de vida
Alejandro Orozco
Creo que ninguna otra expresión podría describir mejor mi impresión de la ciudad de París los días después de los atentados del viernes 13: confusión general y voluntad de vida. Hay gente que entra en pánico, también quienes pretenden regresar a la normalidad, quienes sonríen, lloran, beben… En los últimos días, las alertas son frecuentes en el metro, en los trenes y en las calles. Las sirenas de patrullas se escuchan día y noche. Lo único claro es la determinación de la gente para levantarse y seguir.
Leo algunas páginas del libro Le concept du 11 septembre y me apropio de la siguiente idea de Jacques Derrida: “ante todo la tristeza, la indignación y la condena ante un hecho de tal índole deben ser sin límites, incondicionales, pues responden a un innegable acontecimiento atroz”.
Pero dicha tristeza e indignación no deben nublar la reflexión paciente sobre lo acontecido. Teorías van y vienen sobre el origen del ataque, sobre su razón de ser, y muchas de ellas se disuelven en los rumores de lo indemostrable. Más allá de toda especulación, lo que me parece una verdad evidente es que la injusticia se repite aquí, allá y en todas partes: las víctimas de esta violencia son siempre, en su aplastante mayoría, civiles inocentes, ajenos en una infinidad de sentidos a los intereses que mueven las piezas de la partida de guerra. La violencia que tiene lugar entre Medio Oriente y Occidente, entre el mundo Judeo-Cristiano y el mundo islámico ha alcanzado dimensiones desproporcionadas, y toda escalada de guerra de tal tipo, implica un movimiento circular que puede reproducirse y potenciarse infinitamente.
Hoy en día, pensamos las “democracias occidentales” como formas de gobierno elegidas libremente por los ciudadanos, de lo cual se derivaría una complicidad que parecería evidente entre el “pueblo” y sus gobernantes; sin embargo, la cuestión es mucho más compleja, pues sabemos que la “democracia electoral” es el triunfo de una mayoría de votantes. Esto podría significar que una minoría de la población apoya al proyecto político elegido, o que un gobierno democrático no representa verdaderamente los intereses y valores de un pueblo entero, ni siquiera de la mayoría. La democracia electoral es menos representativa de lo que parecería ser. La realidad es que, prácticamente, ningún ciudadano suscribe por completo los planes y programas aplicados por su gobierno.
Por lo anterior, no es cierto que exista una complicidad transparente entre los gobiernos “democráticamente elegidos” y los ciudadanos de una nación. En las condiciones actuales de la democracia moderna, tal complicidad es prácticamente imposible, y las víctimas son siempre inocentes. Se sabe que los poderes e intereses que se juegan en el momento de toda guerra están por encima, mucho más allá del alcance del juicio y de la decisión de los ciudadanos comunes y que las políticas bélicas no son simplemente expuestas públicamente como cualquier otro tópico, ni sometidas sin más a la opinión pública. Pero la opinión pública debe pronunciarse y debe decir alto a la escalada de violencia en el mundo.
Al día siguiente de los atentados en París, se vivió la respuesta en Siria: bombardeos y ataques en posiciones estratégicas que no se habían realizado porque afectaban directamente a una parte de la población civil. Hace unos días, François Hollande hizo un llamado a las naciones en coalición para acabar con Daech definitivamente. ¿Qué significa eso? ¿Qué es lo que implica? El mundo está en guerra y por ello, es más que necesaria la participación ciudadana de una población mundial que se ve golpeada no sólo por el fuego enemigo, sino por las decisiones y políticas de sus gobernantes.
Esta escalada de violencia no debe continuar. En primer lugar, porque es absolutamente reprobable la lógica que hay detrás de ella, la de la aniquilación absoluta del otro, del exterminio de la otredad, de la diferencia, cualquiera que sea su forma, color, raza, creencia, el otro europeo, el otro medio-oriental, el otro africano, el otro norteamericano. Frente a esta lógica de voluntad de vida, las éticas más generosas, tal vez las más responsables también, hacen del no matarás su primer “mandamiento” y sitúan en el punto de partida de todo principio ético, no al igual, al que no es diferente de mí, hermano o prójimo, sino a lo “monstruosamente otro”.
Además en este hecho, el “otro” no tiene un rostro preciso. Hoy en día, el Estado Islámico tiene aliados e incluso miembros en Europa, en su mayoría, ciudadanos belgas y franceses. La determinación precisa de aquellos que son aliados y aquellos que no lo son, es simplemente imposible, y la historia nos enseña que los aliados del pasado siempre pueden ser los enemigos por venir; pero las semillas de odio que hoy se siembran con bala y fuego, darán frutos envenenados que caerán mañana sobre la tierra.
Estamos frente a uno de los efectos de auto-inmunidad de los que habla Derrida: “el círculo vicioso de la represión”, una lógica que consiste en que todas las fuerzas de la llamada “guerra contra el terrorismo” regeneren a corto o largo plazo aquello que pretenden exterminar. La reacción parece evidente: si Francia y la coalición anti-terrorismo no escatiman recursos de ninguna índole en la empresa que pretende terminar con Daech, si hoy en día no se toman en cuenta los civiles masacrados y los daños colaterales, si se bombardean por igual territorios ocupados por civiles (¿y cómo no hacerlo en una guerra?), ¿de qué manera explicaremos mañana a los niños afectados hoy, a aquellos que miran caer a sus padres, hermanas y amigos frente a sus ojos en los bombardeos y que crecerán mañana con esa imagen grabada en la mente para siempre? ¿Qué fuerzas frenarán el odio de aquellos que viven la desgracia hoy como algo cotidiano?
Cabe entonces preguntarse: ¿hasta qué punto el terror en una parte del mundo podría tener mayor legitimidad que el terror en otra parte del mundo ejercido por la parte contraria? Así como el terrorismo de Estado y los bombardeos a civiles son terrorismo, así lo es el manejo mediático que no hace público los efectos y consecuencias de todas las formas que éste adopta.
Infinitamente injustificable que sea cualquier atentado de la magnitud de los vividos en París, lo cierto es que no se trata de eventos aislados, sino de hechos que se inscriben en una historia y forman parte de un contexto determinado, aunque complejo, diverso, y de difícil lectura. La radicalización y el odio contra Occidente no son fenómenos que surjan de la nada. El origen del odio es difícil de determinar pero no es reciente, y las heridas en las partes conflictuales son muy profundas.
Si la violencia es combatida con mayor violencia, el resultado no es difícil de adivinar y la historia confirma lo evidente. La verdadera solución, la única posible ante la barbarie humana, es un proyecto de pacificación mundial. Utopía irrealizable, horizonte imposible o idea kantiana, un proyecto de paz mundial debe animar hacia un progreso que nos aleje de la aniquilación, el terror y la violencia extrema, en el cual el perdón y la hospitalidad deben ser incondicionales.
París, noviembre de 2015.