De Norte a Sur

El “bloque negro” de las marchas. Una especie en extinción

Avatar


unogermango

6 octubre, 2018 @ 2:34 pm

El “bloque negro” de las marchas. Una especie en extinción

@unogermango

“A mí sí me gustaría ir a las marchas”, dijo una alumna de un Colegio de Ciencias y Humanidades, “pero a mi mamá le da miedo y no me deja”. Tiene apenas 16 años y le emociona sentirse parte de un movimiento de resistencia en la UNAM. La madre de esta chica conoce el peligro de asistir a una manifestación porque debe recordar, con temor y claridad, que desde que llegó Enrique Peña Nieto a la presidencia, muchos altercados entre policías y manifestantes se convirtieron en batallas campales de mucho riesgo, especialmente desde que se volvieron notorios los tristemente célebres “encapuchados”.

Los embozados tienen una larga historia en las manifestaciones. Normalmente, son quienes dejan la estela del paso de la marcha. La cauda de frases y gráfica alusivos a la manifestación aparecen en cada una de ellas. Es natural que el temor a ser señalados por las autoridades les haga portar telas que les cubran el rostro. Siempre, el Estado puede acusarlos de infinidad de delitos aunque su única responsabilidad haya sido exponer su descontento en una pared. Pero las cosas han cambiado. Cubrirse el rostro ahora tiene otras acepciones.

Ya no es un secreto ni una especulación que algunos grupos de encapuchados trabajan bajo las órdenes de autoridades políticas y policiacas. Las cámaras de los teléfonos celulares se han convertido en el mejor apoyo de los reporteros de ocasión. Durante las decenas de manifestaciones contra Peña Nieto se hicieron tomas de los encapuchados protegidos por la policía, incluso, hay fotografías donde varios de los causantes de la violencia el día de la toma de protesta de Peña Nieto en la Cámara de Diputados se encontraban, inicialmente, en el patio de la misma Cámara. El #1DMx sigue siendo noticia.

Ese mismo día, una treintena de embozados destruyó las fachadas de diversos edificios en Paseo de la Reforma ante la mirada atenta de cientos de policías. Desde la avenida de los Insurgentes hasta el Palacio de Bellas Artes, destrozaron sin pudor todo lo que les parecía frágil. En cuanto salieron de escena, entraron los policías a golpear y aprehender a cualquiera que se les pusiera en el camino. Hubo, esa tarde, decenas de heridos y detenidos, la mayoría, paseantes inocentes.

Era la bienvenida que Miguel Ángel Mancera le ofrecía al nuevo presidente de México.

Imagen tomada de: El Big Data.

El 2 de octubre del 2018, el “bloque negro”, como se llama comúnmente a los grupos violentos y con el rostro cubierto, tuvieron una breve aparición en la marcha. Su paso por la avenida 5 de mayo no pasó inadvertida: con su proceder acostumbrado, destruyeron la puerta de un 7-Eleven y robaron galletas y refrescos de transnacionales odiadas; igualmente, robaron una tienda de trajes, quizá seguros de que el trabajo se les está terminando y deban ir, como la mayoría de personas, a pedir empleo de manera presentable.

Uno de los argumentos contra ellos son sus “actos vandálicos”. Durante mucho tiempo se ha contra argumentado, por organizaciones sociales, que se “respetan todas las formas de lucha”, porque muchos grupos de embozados tienen genuinos deseos de buscar cambios sociales en el país y hasta hace poco, eran quienes hacían frente a los primeros embates de la violencia policiaca. Pero otros no. Algunos, incluso, están contratados para comenzar las agresiones contra la policía. Los provocadores de profesión tienen un sitio en la nómina de diversos partidos políticos, de distintas instituciones gubernamentales y hasta en instituciones educativas. Muchos de ellos, se sabe desde hace mucho, son los mismos porros de los que se habla tanto en la actualidad.

La violencia patrocinada por los gobiernos no es algo nuevo y, como ironía pura, en la marcha del 2 de octubre por los cincuenta años de una masacre ordenada por el gobierno, salieron a la calle los grupos que durante mucho tiempo han servido a las instituciones para reventar la organización social. Pero esta vez no tenían nada qué hacer ahí porque no había un adversario. La violencia para la cual estaban ahí no podrían encontrarla en una marcha pacífica. Ante este fracaso, optaron por la violencia contra los negocios y tampoco tuvo demasiado eco. Por ello, tuvieron otra idea: detener el flujo de la inmensa marcha, justo en la esquina por donde ésta ingresaría al Zócalo.

Desde que inició la marcha multitudinaria, en la Plaza de las Tres Culturas, fue evidente la carencia de fuerzas policiacas. Una marcha en pos de la memoria no podía ser violentada con su presencia. El bloque negro actuó, entonces, sin riesgo de ser molestado siquiera. Es de suponer que robar gansitos y corbatas es poderosa muestra de la fuerza de los grupos subversivos y el Estado debería preocuparse por la capacidad de organización de quienes logran reventar una puerta sin que nadie, nadie, nadie, se los impida. ¿Esperaban acaso una medalla al valor guerrillero? ¿En qué organización premian a ladrones de calcetines y frutsis? ¿Esa es su respuesta contra los agravios del Estado?

Detener la marcha para evitar que el Zócalo se notara colmado de gente fue una mala jugada. Siempre cabe preguntarse: ¿quién lo ordenó? ¿Para qué realizar un acto semejante? Lo único que consiguieron fue la molestia de los asistentes y quedar en evidencia ante la multitud. Finalmente, los contingentes, como los ríos, buscaron un nuevo cauce y llegaron al Zócalo por otras calles. Nadie quiso confrontar a los embozados porque era un acto inútil en una conmemoración tan dolorosa. Casi una semana después, ¿serán conscientes que su presencia comienza a ser no sólo ineficaz, sino realmente molesta?

Durante el 50 aniversario del 2 de octubre, sólo una vez hubo inquietud, aunque no fue policial, sino militar. Las fuerzas que resguardan Palacio Nacional se movilizaron, desde su propia guardia, para observar a un grupo que intentó hacer algo extraño en el área de la bandera monumental, en el centro del Zócalo. Unos embozados se metieron a la maquinaria para izar el estandarte y trataron, durante casi una hora, de complementar su espectáculo. Su fracaso fue contundente y las rechiflas de la gente que lo veía, muy sonoras. No se sabe qué intentaron, pero no lo consiguieron. Al parecer, querían colocar una bandera con la imagen de la paloma ensangrentada de los Juegos Olímpicos del 68; quizá, su propia bandera. No se sabe. Pero sus pocas capacidades intelectuales no les permitieron diseñar un mecanismo adecuado.

Hubiera sido interesante ver la reacción de la gente en caso de haber atentado contra tan significativo pendón. Quizá, lo mejor que le pasó a este grupo en ese día, fue fracasar.

El tiempo de los “encapuchados” está pasando. Habrá que seguir llamándoles así, porque no son anarquistas, ni son guerrilleros, ni son subversivos, y quizá ni siquiera estén en contra del Estado. Son, en el mejor de los casos, jóvenes enojados porque este país tiene demasiados elementos que provocan el enojo y la indignación. Pero elementos simbólicos como un pasamontañas no es algo que se hayan ganado. El día que se levante en armas por el bienestar de sus paisanos hablaremos de respeto y apoyo. Mientras su máximo logro revolucionario sea robar chicles y sabritas mientras espantan a empleados del Oxxo que gana muy poco para hacerles frente, les trataremos como lo que son: un diminuto grupo de encapuchados a quienes sus papás no les dieron una nalgada a tiempo.

Avatar

Editor de contenidos en la Revista Consideraciones. Profesor de la UNAM y estudioso del comportamiento de los gatos. El lenguaje lo es todo.