México en 2000: ¿Transición a la democracia?
La alternancia política en México y la consolidación de una nueva era político-electoral*
Osmar Cervantes González / @IOsmarCervantes
Aunque hay quienes arguyen que en el año 2000 México logró transitar a la democracia, estudios más profundos de carácter politológico han puesto en evidencia que, si bien se han logrado avances significativos en materia electoral, nuestro país aún no puede ser considerado un Estado verdaderamente democrático[1]. Hoy en día suele abusarse del paradigma de la transición a la democracia con el arribo del Partido Acción Nacional al poder federal, pero lo cierto es que en realidad se trató de una democratización parcial que, pese a los avances en materia electoral que se efectuaron (principalmente en la década de los noventa), no ha logrado consolidarse.
Indudablemente, a finales del siglo XX el sistema político mexicano sufrió cambios importantes en su estructura, con los cuales éste perdió la esencia del sistema político posrevolucionario: el presidencialismo exacerbado y el partido hegemónico. Además del debilitamiento del poder presidencial extralimitado, la política corporativista que había funcionado tan bien desde la creación del Partido de la Revolución Mexicana, durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, llegó a su fin.
A pesar de que algunos “intelectuales” afirman que con la alternancia política el partido hegemónico llegó a su fin –y con ello el sistema político posrevolucionario–, en realidad fue en las elecciones federales de 1988 cuando culminó la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, al haber un desplazamiento masivo del voto en favor de los partidos de oposición. La política corporativista tan característica del régimen posrevolucionario empezó a presentar fallas desde los años ochenta, sin embargo, fue hasta finales de esa década cuando dichas fallas se vieron reflejadas en los resultados electorales.
Sin lugar a dudas, con las elecciones federales de 1988 quedó claro que el sistema político posrevolucionario había caducado. La desfavorable situación económica y social por la que atravesó el país desde la década de los setenta repercutió notoriamente en el ámbito electoral. Evidentemente la implementación del nuevo modelo económico no sólo tuvo costos sociales importantes, sino también políticos.
Ante la desfavorable situación económica, las críticas a los tres últimos regímenes priistas del siglo XX se acrecentaron, por lo que esos gobiernos implementaron medidas (sobre todo en materia de desarrollo social y reformas a la normatividad electoral) con el propósito de atenuar el descontento social generado a raíz de la instrumentación de una política económica que había repercutido en las condiciones de vida de gran parte de la población[2].
Con las modificaciones de 1982 y 1988 (durante el mandato presidencial de Miguel de la Madrid) a la normatividad electoral, se buscó recobrar la legitimidad del régimen para que éste fuera visto como un gobierno en favor de la democratización del país y, al mismo tiempo, generar mecanismos para hacer frente al adverso escenario político que se vislumbraba para el Partido Revolucionario Institucional, pues para principios de la década de los ochenta el régimen posrevolucionario ya había empezado su etapa de descomposición: el partido hegemónico estaba en declive y el presidente ya no contaba con las facultades extralimitadas de antaño. 1988 fue el año en que se vio reflejada la crítica situación que el Partido Oficial empezó a padecer desde los años setenta.
Indudablemente las elecciones del 6 de julio de 1988, resultaron ser los peores comicios para el Partido Revolucionario, pues por primera vez en la historia de México, […] el nuevo presidente de la República fue electo con apenas la mitad de los votos totales”[3]. No obstante, es importante mencionar que aunque las fuerzas opositoras fueron ganando cada vez más terreno a lo largo y ancho del país, el PRI siguió siendo la principal fuerza política en México.
Si bien es cierto que en el año 2000 México ingresó a una nueva etapa político-electoral, con la que se vio reflejado el cambio en las “reglas del juego electoral” de finales de la década de los noventa, no se puede afirmar que en ese año se haya transitado a la democracia, más bien se reafirmó lo que ya se había visto en 1988: un sistema electoral pluripartidista y verdaderamente competitivo. En el 2000 se cristalizó todo el entramado jurídico-electoral que desde la década de los setenta empezó a institucionalizarse formalmente, y el régimen de partido hegemónico –cuyo aparato corporativista había funcionado tan bien por más de cincuenta años– llegó a su fin.
Las elecciones de finales de los ochenta constituyen un punto de inflexión en la historia de México, pues aunque en ese año no se logró la transición política en el poder federal, empezó a gestarse un nuevo estadío político-electoral que, junto con la reforma electoral de 1997, sentaron las bases para la transición a un nuevo régimen y la consolidación de nuevos patrones de comportamiento electoral. Los resultados electorales del año 2000 pusieron de manifiesto que México contaba ya con una normatividad en materia electoral más confiable que dio apertura a un sistema electoral con claros rasgos de competitividad.
Indudablemente, a principios del siglo XXI el Estado mexicano, además de perder su esencia de Estado posrevolucionario, sufrió cambios importantes en su sistema político; no obstante, a partir de esta reconfiguración sistémica no puede asumirse que México haya transitado hacia una plena democratización.
Si concebimos el proceso de democratización en un sentido más amplio y consideramos los desafíos que actualmente enfrenta el Estado mexicano en materia de derechos humanos y participación ciudadana, claro está que –por lo menos en esos ámbitos– poco se ha avanzado en el desarrollo democrático nacional y que México dista mucho de ser considerado un Estado verdaderamente democrático, pues la democracia no se reduce a la participación de la ciudadanía en la elección de sus representantes. Bajo esta perspectiva, es evidente que la afirmación de los llamados “transitólogos”, quienes afirman que en el año 2000 México logró transitar a la democracia[4], resulta ser ambigua y reduccionista.
Definitivamente debe reconocerse que las reformas en materia electoral implementadas desde la segunda mitad del siglo XX redefinieron el sistema político mexicano, propiciando el surgimiento gradual de un sistema electoral cada vez más abierto y que años más tarde posibilitaría una mayor pluralidad partidista, un sistema competitivo y, en efecto, la alternancia política en el poder federal, con la que se consolidó una nueva era político-electoral (con cambios significativos en materia electoral), mas no una plena democratización.
*El título del presente artículo estuvo influenciado en gran medida por una de las ponencias presentadas en el V Congreso Latinoamericano de Ciencia Política, la cual estuvo a cargo de la politóloga Marcela Bravo-Ahuja, investigadora del Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] Entre los estudios y reflexiones más serias que se han hecho al respecto destacan los artículos de las revistas científicas de la UNAM, El Colegio de México y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.
[2] De acuerdo con “[…] la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), a principios de los años noventa eran pobres 40 millones de mexicanos, [de los cuales] 17 millones [se encontraban] en pobreza extrema en vista de que eran incapaces de cubrir el 60 por ciento de sus necesidades básicas”. Véase: Luis Medina Peña, Hacia el nuevo Estado. México, 1920-2000, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 258.
[3] Marcela Bravo-Ahuja, Realineamiento y alternancia en el poder ejecutivo en México, 1988-2009, México, UNAM-Gernika, 2010, p. 84.
[4] Rosendo Bolívar Meza, “Las leyes electorales durante el proceso de construcción de la alternancia política en México”, en Revista de Estudios Políticos, México, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, Núm. 3, septiembre-diciembre 2004, pp. 111-152.