Maduro, los drones y el silencio de la intelectualidad progre
Ismael Hernández Lujano
El hecho debería conmocionar al mundo y no lo ha hecho, al menos no en la medida que se pudiera esperar. Un presidente sufrió un atentado con drones cargados de explosivos, en un acto público, con cientos de personas alrededor. Quizá el último atentado exitoso contra un jefe de Estado fue el que le costó la vida a Isaac Rabin, primer ministro de Israel, en 1995.
Siendo Maduro presidente de un gobierno que tiene relaciones diplomáticas oficiales con el mundo entero, la condena debiera ser unánime, pero muchos gobiernos han guardado un significativo silencio, entre ellos el de México. ¿Suena lógico mantener relaciones diplomáticas regulares con un país y no decir nada cuando intentan asesinar a su presidente? ¿Cuál sería la justificación para esta actitud? ¿No podría tomarse este silencio como un gesto abiertamente hostil?
Más significativo es el pesado silencio de muchos intelectuales progresistas y de la llamada izquierda “moderna y responsable” sobre todo en América Latina. El silencio de los intelectuales de derecha no debería sorprendernos, ellos siempre han repudiado a la revolución bolivariana y han reivindicado todos los intentos violentos de la oposición para derrocar primero a Chávez y ahora a Maduro. De hecho algunos intelectuales de derecha (incluyendo en el concepto “intelectuales” a todos aquellos que tienen como oficio el pensar y comunicar ideas, como los periodistas) se han lamentado públicamente de que el fallara el atentado del 4 de agosto contra Maduro. Otros minimizan el asunto, lo toman a broma, lo banalizan.
Aquí lo relevante es el silencio de los intelectuales que se, se supone, son críticos de los poderes establecidos. Algunos nos reivindicamos abiertamente de izquierda y partidarios de la revolución bolivariana (lo cual no significa que seamos incondicionales, ni que estemos ciegos ante errores y desviaciones) y nuestra condena al intento de magnicidio es absoluta y tajante. Otra cosa sucede los intelectuales que se cimbran por dentro ante la posibilidad de que los etiqueten con ese concepto anticuado, “izquierda”, y más bien se presentan como progresistas, defensores de los derechos humanos y la libertad.
Este tipo de intelectuales ha encontrado un nicho muy cómodo en todos los sentidos, el de ser críticos del poder (pero no tanto como para meterse en problemas y perder espacios en los medios de comunicación y la academia) y al mismo tiempo ser críticos de la izquierda y los movimientos populares; todo con la bandera de “librepensadores”, de “independientes”, “equilibrados”, “libres de compromisos”, etc. Son aquellos cuyo mantra es rechazar la violencia “venga de donde venga”, cosa más proclamada que practicada.
El truco de estos intelectuales es, por un lado, hacer críticas a los poderes políticos y empresariales para mantener su imagen de “impugnadores” pero críticas genéricas contra la injusticia y la maldad en el mundo que son, por eso mismo, inofensivas, nunca una crítica concreta, sobre un hecho preciso; o bien hacer críticas siempre moderadas, siempre matizadas, siempre acompañadas de un comentario positivo que equilibra y compensa la crítica, esto les permite ser tolerados. Por otro lado, el truco de estos intelectuales es ser mucho más críticos con los movimientos populares, con la oposición, con la izquierda; fustigar su primitivismo, su violencia, sus dogmas, sus métodos de presión y de lucha; todo para mantener el favor de los poderosos y su aura de “imparciales”, que reparten golpes “por igual” a uno y otro bando. Son aquellos que critican a la impresentable Elba Esther Gordillo pero con mucha más enjundia que critican a la CNTE, por ejemplo; o los que pretenden tomar distancia tanto del gobierno bolivariano como de la oposición.
Cuando se asume una actitud “neutral” ante el conflicto entre opresores y oprimidos y se reparten palos a uno y otro bando, en realidad se está del lado del opresor. La apuesta de estos opinadores profesionales es mantenerse en el centro pues cualquier cambio brusco en la situación, cualquier inclinación en la balanza no los afecta, estar en el centro les da la oportunidad de acomodarse a cualquier cambio. Por el contario, quienes tomamos partido con la palabra a favor de la CNTE o del gobierno bolivariano, por ejemplo, asumimos el riesgo de que sean derrotados o se equivoquen y tengamos que dar la cara por ello. ¿Por qué estos intelectuales bienpensantes y políticamente correctos no se van de una vez a la derecha? Porque, como decíamos antes, ocupan un nicho que es muy funcional y necesario para los poderosos, y muy lucrativo para ellos mismos en todos los sentidos, ser mercenarios del establishment sin parecerlo.
Pues bien, procesos de cambio radicales como la revolución bolivariana y dentro de ellos algunas coyunturas particularmente álgidas, desenmascaran a estos falsos críticos, a estos falsos librepensadores. Dicen estar en contra de la violencia “venga de donde venga” pero no condenan el atentado contra Maduro, no condenan la quema de supuestos chavistas por los opositores. Cuando se presenta una tormenta social como una revolución, sus actos y omisiones los desnudan, les quitan la hojita de parra con la que se cubren.
Desde hace tiempo, la revolución bolivariana es el test infalible para saber quién es de izquierda y quién no: quienes consideran que el gobierno de Maduro es una dictadura, quienes culpan al gobierno bolivariano de la terrible crisis económica sin siquiera mencionar el sabotaje económico al que está sometido, quienes consideran héroes de la libertad a los opositores y no condenan sus métodos criminales, quienes hacen caso omiso de las constantes amenazas, presiones y ataques del imperialismo contra la revolución; todos ellos, son de derecha sin más. Por supuesto, desde la izquierda hay críticas y muy severas a la revolución bolivariana, pero su contenido y su forma son diferentes.
Aquí no caben las medias tintas, quien no condene abiertamente el atentado contra Maduro por querer dárselas de crítico y librepensador, es de derecha, aunque se disfrace de otra cosa.
Tres notas para concluir:
1) Si es un deber del presidente en funciones, Peña Nieto, condenar el atentado contra Maduro. ¿Acaso no es también deber del presidente electo, López Obrador? AMLO ha luchado denodadamente por desmarcarse de Chávez y de Maduro, por distinguirse, por disipar los temores (inducidos por una campaña histérica de la derecha) de que su gobierno será igual que el de los venezolanos. Vale, está en su derecho. Pero ¿eso incluye guardar silencio sobre un intento de magnicidio?
2) La actitud hacia Venezuela y su revolución por parte de académicos, periodistas, artistas, etc. es un muy buen atisbo de lo que podemos esperar de ellos si en México algún día emprendemos un proceso de cambio radical y popular, más allá de declaraciones y palabras.
3) Estos progres quieren democracia, transparencia e igualdad, pero en los bueyes de su compadre; no las quieren en sus feudos académicos, artísticos, comunicativos y organizaciones “de la sociedad civil”; vaya, que ahí hay niveles y no todos somos iguales. Si una transformación del país empieza a afectar sus nichos de privilegio y comodidad, se van a ir colocando poco a poco a la derecha. El nerviosismo de muchos miembros de El Colegio Nacional ante la posibilidad de que la política de austeridad de AMLO implique un recorte a sus jugosos sueldos, es muestra de ello.