Todos somos Ayotzinapa
Miguel Aguilar Dorado
Había escrito un texto sobre la concepción simbólica de la frontera norte de México con Estados Unidos, y de cómo esta triple pared incorpora a otros actores sociales. Escribí que los muros son inventos de guerra destinados a la consecución de la paz, separando, marcando lo propio de lo extraño. Los muros producen, como dice Wendy Brown, más que otra cosa, contención psíquica, pues lejos de parar o controlar flujos migratorios, tráfico de drogas o terrorismo, lo que hacen es desviarlos. En resumen, el texto se trataba de mostrar al triple muro como una disuasión del paso indocumentado, disfrazada de amenaza fallida, porque efectivamente se sigue atravesando.
Sin embargo, igual que todas las personas que tenemos posibilidad de ser leídos, tengo la obligación moral de escribir sobre lo que evidencia Ayotzinapa. Recordemos que los 43 normalistas desaparecidos desde el 26 de septiembre, son el rostro de 25 mil desaparecidos y de los cerca de 80 mil asesinados en los años recientes, de esa forma, cuando digo soy Ayotzinapa, quiero decir además que soy una víctima de feminicidio, que soy Nestora Salgado, cada uno de los niños de la guardería ABC; que soy un indígena, un homosexual, un estudiante, un trabajador y uno de los migrantes que intentan atravesar el muro que platiqué, entre otros mexicanos y mexicanas a quienes sistemáticamente se les violenta.
Sobre el Limbo y sus habitantes
El día 17 de noviembre, una de las tres caravanas de Ayotzinapa, la denominada Julio César Mondragón, llegó a mi estado. Al micrófono, Don Epifanio Álvarez padre de Jorge, uno de los normalistas desaparecidos, declaró, “nosotros no vamos a parar hasta que nos den a nuestros hijos”, y en otro momento dijo “caímos en otro mundo, ya no reímos, ya ni siquiera lloramos”. Esa fue la declaración más fuerte que he escuchado. De repente me di cuenta de que estaba frente a un habitante del limbo, un persona que mora en un lugar entre el cielo y el infierno; alguien que según los teólogos como Agamben, está condenado (temporalmente) a la pena privativa, es decir, a la carencia de la visión de Dios, que no es cualquier cosa, no ver a Dios es la primera de las penas infernales.
Don Epifanio junto con otros padres y madres y niños no bautizados, viven fuera de la maldición y de la salvación, no conocen a Dios ni tampoco a los humanos; el destino y las leyes les son igualmente prescindibles. Son entes extraviados, han sido, luego del olvido de Dios, nulificados, y es justo esa neutralidad lo que les hace soslayar la salvación, ¿de qué habrían de salvarse? Ellos y ellas han dejado atrás el mundo de la culpa y el de la gloria, no pueden reír ni llorar, no comen ni duermen, tampoco gozan; ya no maldicen, sólo sienten rabia cada vez más digna. Ellos como adultos, tienen conciencia de la pena privativa, les duele el corazón pero no les paraliza; situados en medio de la nada, aspiran a la vida humana.
Don Epifanio y las personas que le acompañan, no están solos, todos y todas somos habitantes de este limbo que se llama México. Aquí vivimos los que no somos bienaventurados como los elegidos, ni desesperados como los condenados. Nosotras y nosotros los límbicos somos la encarnación del cambio. En nosotros confluye la acción y la pasividad, estamos más allá del pensamiento, en sentido estricto somos impensables, no tenemos miedo, las balas, las fronteras y todas sus violencias ya no nos asustan.