Gato con Lentes

Sabía cocinar, viajar y hacer amigos en todas partes


28 diciembre, 2020 @ 9:28 am

Sabía cocinar, viajar y hacer amigos en todas partes

Pável Granados

Armando Manzanero no era sólo un extraordinario compositor: era un conversador único, un amigo que tenía consciencia de lo que valía una tarde con los amigos. Sabía cocinar, sabía viajar y sabía hacer amigos en todas partes. Y sobre todo, sabía disfrutar. Sus canciones son resultado de su sabiduría musical y de ese saber vivir. No le gustaba que lo vieran como algo fuera de este mundo: quería ser uno más a la hora de los amigos.

Lo conocí gracias a Edgar Cruz, que me llevó a su programa de la XEB, en donde también conocí a Laura Blum, su colaboradora incondicional. Eso fue, pienso, hace unos veinte años. Desde entonces, cuántas sesiones inolvidables con Omara Portuondo, José Luis Caballero y Ema Elena Valdelamar, entre muchos otros. Recuerdo la vez en que le presenté a Raquel Díaz de León, musa de Agustín Lara, y cómo disfrutó la conversación con la inspiradora de “Cada noche un amor”. Al día siguiente le mandó un ramo de rosas a su casa. Junto con Roberto Cantoral, era el anfitrión de la fantástica casa de los compositores, la SACM, en Coyoacán.

Tantos amigos y admiradores de su obra estaremos muy tristes, pero también agradecidos con su amistad y su generosidad.

Un abrazo a su familia, a los amigos de la SACM y a todos los que han gustado de sus canciones.

Hace tiempo, el maestro Manzanero me regaló sus dos libros de “remembranzas”. Después de leerlos, escribí este párrafo.

(En la foto, con Chabuca Granda, compositora a la que tanto admiraba)

Remembranzas

Las memorias de Armando Manzanero no son precisamente unas memorias. Naturalmente, recuerda mucho, a veces con un detalle sorprendente. Pero no podría decirse que están organizadas o construidas con base en un índice. Por el contrario, parecen pedacitos de recuerdos que se tienen entre viaje y viaje, entre un compromiso y otro. A ver de qué me acuerdo ahora, parece decir su memoria. Siendo algunos de estos recuerdos muy antiguos, no lo aparentan porque parece que nada se ha borrado de la memoria. Lo que más me ha gustado es que no es el libro que uno esperaría de un compositor. Casi al principio, el autor hace una advertencia: no le gusta hablar de “la inspiración” ni le gustan las complacencias. Odia que lo reconozcan en las fiestas porque entonces todos quieren que cante o que cuente cómo compuso aquella canción que tanto le gusta a la tía del anfitrión. Ser como cualquier otro y contagiarse de cotidianidad. Eso es lo que parece que le gustaría a Armando Manzanero, por eso prefiere antes contar cómo compró un coche o cómo visitó la playa con sus amigos de infancia que los motivos que lo llevaron a componer sus éxitos. Cualquiera pensaría que se trata de una decepción si se entera de que prácticamente el primero de estos volúmenes está dedicado a la infancia. Pero es todo lo contrario, hay una enseñanza en esta actitud de narrador: algo de la vida entra, naturalmente, en las canciones que compone; pero mucho de lo que se aprende componiendo se convierte en una manera de aprender a vivir. Pero miento, lo que pasa es que todo en la vida es aprender: mirar a los abuelos, a los padres, entender lo que significa descubrir una ciudad (¡la Ciudad de México en los años 50!), descubrir la pasión por volar. Por ello, el último capítulo precipita todo lo anterior y cuenta cómo un solo romance, el más platónico, inspira en muy poco tiempo los primeros grandes éxitos. Claro que no se habla de inspiración, no se dan consejos para componer ni se habla de los estilos musicales, nada de eso. El padre, Santiago Manzanero, fue un distinguido músico de los años 20, que grabó discos con Guty Cárdenas, pero de eso nos enteramos en Google; aquí sólo se le ve pasar con su guitarra porque va a trabajar en su programa de radio y cuando regrese, a temblar, porque puede ser un padre cruel. Y la madre, ella fue platicadora, provoca la evocación de mil anécdotas, fue bailadora de jarana y nada disfrutaba tanto como las fiestas. De ambos libros, el capítulo más emocionante es el que habla del amor por una abuela inolvidable. Aunque hay más momentos, como la historia de amistades que se han quedado atrás en el tiempo. Así que se trata del libro de un gran conversador, sólo que hay algo que, después de leerlo, me queda rondando la cabeza. ¿Es cierto que no se puede tocar aquí ningún secreto del artista? Pienso que puede existir uno, el de la familiaridad. Estar en relación con los artistas que uno admira, aprender de la experiencia ajena, de verlos en el mundo, actuar, tocar el piano, saber cómo componen. Armando Manzanero llegó a la capital y se instaló en la casa de Luis Demetrio, él le presentó a Lucho Gatica, pero también a Bobby Capó (quien le grabó su primera canción, “Llorando estoy”). Y aquel pianista tan original, Vicente Garrido, al que nunca imaginó conocer, en algún momento se convirtió en una persona cercana. Por suerte no se trata de un manual de composición sino un documento de disfrute de la vida.

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Imagen: Internet

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