Las rejas no detendrán al coronavirus en Tecámac
Luís Ángel Martínez
Sin incomodidad, pero después de incorporarme en la pendiente, el cubrebocas se pega, consume el aire como queriendo ser la segunda piel esencial y próxima. Un riel de pavimento clavado intermitentemente por árboles es el paso desolado que llega a ocuparse por al menos 3 o 4 peatones, no más. Un trayecto de menos de 2 kilómetros.
Desde la terminal del Mexibús Ojo de Agua, el camino de pavimento y asfalto terroso, junto al ambiente árido acompaña con la pendiente de cada vuelta del neumático o el muslo forzado. Perros callejeros desperdigados. Siendo peatón, se surca la suerte en caminos y pasos diminutos, angostos y disparejos. Letreros naranja y azul indican en dirección de la flecha el destino. Subir y rodear, mantener el ángulo de la tierra.
Un medio cuadro naranja y una caseta son el filtro de contención de los autos, un sujeto de seguridad privada levanta manualmente la pluma, obstáculo obsoleto y disfuncional, después de dictar la manzana, el lote o a dónde va: residente o visita.
Los peatones y transeúntes entran por los extremos sin ningún chequeo, el concreto y las hormigas rojas que emergen, dan entrada. Un perro negro corre y rebasa hacia el plano inclinado de la zona verde, el pasto lo repela en sintonía del imán de color opuesto y en un vistazo al cielo, se encuentra del otro lado de la reja plisada con vegetación, junto a un par de vacas de terreno ejidal no comprado.
Los habitantes en su mayoría, sin cubrebocas, paseando y haciendo reuniones, confiados, ignoran de las condiciones que hacen fácil el acceso al virus, sin importar que sea un terreno cerrado y con divisiones.
Ciudad dormitorio
A poco más de 30 kilómetros de la Ciudad de México, la localidad no cuenta con los empleos para evitar el traslado a la gran urbe: sus habitantes deben viajar un promedio de 4 horas en transporte público y salir al esplendor del día, regresar por la noche y dormir, darle vuelta a la página de los días.
Un ingreso y salida de cada uno de los residentes, deja a un lado el hermetismo que hay dentro de los lotes: un conjunto de casas o departamentos dispuestos dentro de un perímetro. Aunque las actividades se realicen dentro del complejo, las personas que regresan propiciarían el ingreso tras un posible contagio en el “exterior”.
Pequeñas fronteras
Terreno en su mayoría muerto, solo un poco de pasto brota, manchas verdes del pelaje de la tierra y los residuos carbonizados del carcomer del fuego para abrir paso. Es la silueta que abraza el ‘fraccionamiento’ de la primera parte si se atraviesa en tangente. Perros escondidos en los cilindros de concreto observan y salen salvajes ladrando y avisando, cuidadores no contratados, solo arropados. Al otro lado casas particulares de construcción independiente, amoldadas a la superficie de un cerro que empuja con la gravedad y la forma irregular.
Las fronteras son divisiones imaginarias y aunque marcadas, las personas las atraviesan diariamente. Los sitios enrejados no son aislados, al igual que los “arcos”, como se le llama coloquialmente al ingreso principal.
Al interior de los lotes, se siguen celebrando cumpleaños y reuniones familiares, ingresando en auto o a pie, como un organismo ajeno. Los niños tienen una hora marcada casi mecánicamente, la bicicleta, correr y jugar en el área común. Pese a que el área delimitada podría contener un foco de contagio, la interacción con los vecinos de otros cuadros es muy cercana.