Internacional

Una última carta para Guillermo Almeyra


2 octubre, 2019 @ 6:23 am

Una última carta para Guillermo Almeyra

Nahúm Monroy

Sé perfectamente lo que me habrías respondido. Lo mismo que dijiste el día que tuviste que dejar definitivamente México con el frío realismo que siempre te caracterizó: “Alguna vez tenía que suceder.” He estado dándole vueltas al asunto, pensando las circunstancias de tu partida. Sabías que esta iba a ser una batalla difícil y que muy probablemente la ibas a perder. Pero también eras consciente de que ya en el pasado habías burlado a la muerte varias veces, como en aquella película de Bergman, alargando una y otra vez la partida de ajedrez.
No voy a negar que tu deceso me ha calado hondo, que me duele mucho y que me ha arrancado algunas lágrimas. Sabía que algo andaba mal cuando el jueves no respondiste mi carta, pues siempre lo hacías sin demora. Pero tú me enseñaste que ser militante, no significa dejar de ser humano, sino que implica reconocer nuestra condición y nuestras limitaciones. Combatías el dogmatismo con la razón y sabías bien, por años de experiencia, que las poses de infalibilidad conducen frecuentemente al extravío y al olvido de lo esencial: que luchamos no por resentimiento, sino por alegría, por la alegría de vivir, y que sólo la conciencia de su importancia puede enseñarnos por qué vale la pena defenderla. Se encuentra grabada en mi memoria una ocasión en que tus palabras me hicieron estremecer.
Nos hablaste sobre un campesino venezolano que no tenía dientes, al cual la revolución le había repuesto la dentadura, y concluiste: “Si una persona puede recuperar las ganas de sonreír, entonces toda una revolución ha valido la pena”. No es necesario agregar más. Todo aquel que sepa lo que significa carecer y padecer, entenderá perfectamente porque tus palabras me hicieron vibrar. En aquel momento comprendí tu verdadera estatura ética y moral. Comprendí que tu aproximación a la lucha no había sido artificial o por afectación, sino que estaba profundamente encarnada en tu pensamiento y en tu sentimiento, que conocías mejor que nadie la situación de los desposeídos.
En alguna ocasión tus adversarios te atacaron mordazmente haciendo referencia a tus orígenes, por haber nacido muy arriba, en una familia de Buenos Aires. Lo que estos estúpidos superficiales no entendían, es que ésa jamás fue una debilidad tuya, sino al contrario, una fortaleza duradera: No tenías necesidad de ascender en la escala social, no buscabas la fama, ni desarrollaste la mentalidad de un carrerista que podía ser silenciado con dinero o posiciones, porque simple y sencillamente ya habías conocido esa atmósfera en tu niñez. Al igual que Marx, decidiste dar la espalda a ese mundo y sellar tu suerte con los trabajadores.
Y en efecto, pocos como tu fueron tan consecuentes, tu lema de batalla era: “Haz lo que debas hacer, suceda lo que suceda”. Fuiste obrero tornero y estibador, dirigiste el primer Comité de Fábrica de la Argentina, fundaste decenas de publicaciones revolucionarias en América Latina, padeciste cárceles, persecución y tortura. Conociste al mundo árabe como pocos, combatiste en la revolución de Yemen del Sur donde fuiste expulsado por el ejército soviético acusado de trotskista, entre muchos otros episodios más, en donde pusiste en riesgo tu vida. Si había alguien con la autoridad moral para hablar a los cuatro vientos ese eras tú, y sin embargo, siempre rechazaste hacer uso de los argumentos de autoridad o de tu trayectoria política para ganar un debate. Jamás en mi vida conocí a una persona tan humilde y auténtica.

Guillermo almeyra murió
Imagen: Politicasmedia,com
Discutías con todos de igual a igual, de manera franca, intentando siempre comprender el nudo racional de los argumentos de tus oponentes. Poseías una cultura y una experiencia de vida fuera de lo común: hablabas casi todas las lenguas europeas, tenías sólidos conocimientos militares y un profundo conocimiento de la historia, pero siempre te esmerabas porque tu expresión escrita fuera clara y sencilla para llegar a los jóvenes y a los trabajadores. Sabías de la importancia de la academia, a la que dedicaste varios años, pero también nos enseñaste a reconocer críticamente sus limitaciones y vicios. Rehuías de los reconocimientos y las alabanzas como de la peste. Alguna vez, ingenuamente te pregunté por qué habiendo tenido una experiencia de vida tan envidiable, no hacías uso de ella para ser más famoso. Tu respuesta se me quedó grabada para siempre: “La fama es como el alquitrán, hace pesado el plumaje de las aves y llegado el momento, impide volar”. Y en efecto, siempre fuiste libre para volar.
Debatías francamente y decías lo que tu conciencia te indicaba sin importar lo que sucediera, porque no le debías nada a nadie y tampoco perseguías privilegios personales. Una estampa de tu extraordinaria sencillez me remite al día que te conocí. Acompañabas en una conferencia a la cubana Celia Hart y en la sesión del brindis por accidente choque contigo y derrame vino en tu saco. Mi reacción natural fue de miedo.
pensé que te ibas a poner furioso. Mi sorpresa fue que no sólo no te importó, sino que respondiste con una sonrisa apacible. Fue el inicio de una sólida amistad que abarcó los últimos 15 años de tu vida. Maestro, considero una fortuna el haberme cruzado en tu camino y el que me brindaras tan sinceramente tu amistad. Fuiste, un antes y un después en mi vida, una huella que jamás habrá de borrarse. Estoy seguro de que muchos militantes más compartirán conmigo la noción de que nos habríamos extraviado en el camino sin tu ayuda, sin tus conocimientos y sin tu experiencia. Siempre estaré agradecido por todos tus consejos.
Fuiste uno de mis mejores amigos, pese a que 6 décadas nos separaban en la edad. Muchas veces te vi levantar el puño izquierdo, nunca te vi desfallecer. Agradezco tu benevolencia, tu generosidad y el haberme entendido tan humanamente, tal y como un padre entiende a un hijo. Ahora te has ido. Ya no hay retorno. No nos volveremos a ver nunca más. Sin embargo, la memoria de tu vida y tu obra perdurarán para siempre.