José José; un aristócrata de la autodestrucción
Pável Granados
El libro de la vida de José José comienza a oscurecerse desde las primeras páginas. Hay signos oscuros ya desde muy temprano: el alcoholismo de su padre, la histórica abnegación de las madres mexicanas (depositada sensiblemente en su madre), cierto desamparo familiar.
El regalo envenenado del talento
Y sin embargo… la vida comienza a abrir unas puertas misteriosas. José Sosa tuvo la suerte de heredar la maravillosa voz de su padre, pero con ella unas cuantas tragedias. El regalo envenenado del talento. Ni modo: se toma entre las manos, se asume y se bosqueja una vocación. La ciudad de los años 60, con sus bohemias, sus serenatas y sus bailes, le mostró sus secretos al joven aprendiz de cantante. Los lugares para ir a cantar, los modos de enamorar, las calles solas de la madrugada y las oportunidades para comenzar una carrera; pero desafortunadamente, todo es una madeja difícil de desenredar, la cual pone la vida musical en unión con el alcohol y la droga.
Mientras se vive, me imagino, no hay manera de discernir cada una de las experiencias pues todo tiene forma de una seducción sin fin. ¡Una voz ante la cual se rinden las tertulias, un estilo que desde el principio es profecía del triunfo! Todo mundo cree en esa voz, quizá el que menos confianza en ella tiene es su dueño. En fin, luego de una audición se le acepta para grabar discos bajo la dirección de Rubén Fuentes, el descubridor de tantos talentos. José José publicó en 2008 la historia de su vida, una extensa narración que tiene la forma del autoanálisis, de la búsqueda de una verdad. Quizá esté escrita de una manera ciertamente incómoda. Sí: queremos saber todo acerca de este ídolo, pero quizá no tanto, los lectores también tenemos nuestro rubor.
La autobiografía de José José contiene una necesidad de rebajarse ante sus lectores
Por alguna razón, José José escribió un libro que va más allá de lo que se esperaría de un cantante de moda o de un ídolo popular. Hay en su interior algo más que sinceridad ya que no hay una narración vestida de elegancia y de glamour: por el contrario, pareciera que José José tiene una necesidad de exhibirse ante sus lectores, de rebajarse. Ciertamente, es poco común encontrarse con una autobiogafía similar, al grado de que el éxito, esa palabra generalmente deseada, se presenta aquí manchada, menospreciada. ¿Así que el máximo cantante de México mira su propia existencia como algo carente de atractivo? Eso parece, pues el triunfo era directamente proporcional a la desesperación, al derrumbe interior. Sólo hasta el final del libro sabemos que su ingreso a Alcohólicos Anónimos lo pudo arrebatar de su adicción, y que uno de los requisitos de la permanencia en este grupo es el relato pormenorizado de la propia existencia.
Así que esta situación determina esta delicada operación quirúrgica de extirpar aquello que vale y que es trascendente de lo que ha dañado la vida. Lo malo es que no siempre es claro; no sé, luego de leer estas páginas, si se logró exitosamente esa intervención. Esas giras agotadoras que terminan victoriosamente porque todo salió bien y el cantante pudo llegar a su cuarto de hotel sin mayores contratiempos.
Ese ron con coca cola que lava las tristezas…
Y de pronto: toc, toc, unos golpecitos en la puerta. “Pero, Pepe, si venimos a festejar, una copita, ¡te la mereces!, has trabajado tanto por muchos meses…” Y cómo decir que no a ese ron con coca cola, que lava las tristezas, que hace brotar la alegría de entre las piedras, sin saber que una copa es el inicio de una compulsión que lleva a la muerte, como le pasó a varios compañeros de carrera, que murieron porque una sola copa de alcohol los sedujo y fue como el comienzo de su fin. Como quiera relaja, hace bien, pero al otro día: hay que buscar una nueva botella, hay que salir corriendo del hotel a una nueva gira pero ni siquiera está hecha la maleta y el dolor de cabeza es terrible, de tal manera que es necesaria otra copa, y quizá otra botella, por si las dudas, en una secuencia casi mortal, porque la muerte está muy cerquita, en el camerino de junto, en la celebración más cercana.
Con razón todos los presagios: momentos en que la realidad parece estar distorsionada, o aquella ocasión en que una presencia maligna llenó de un olor repugnante la habitación y, siendo invisible, se paró frente al baladista y lo encaró. Y las esposas, ¡ah, las esposas!, las responsables de tener escondidos por la casa hechizos, pócimas. La primera de ellas, Kikí Herrera Calles, ponía altares por la casa, inciensos; y la segunda, Anel, iba a Catemaco por polvos y soluciones fatídicas. No llega a tanto el bisturí de la razón como para dilucidar cada uno de los pasajes, los cuales podemos atribuir a los delirios del alcohol, pero no él, a quien los sueños le hablan para comunicarle algo. Por ejemplo, en esa ocasión de la gran cruda, transoceánica porque iba a una gira volando en un avión, soñó que viajaba en un camión, aquellos de la colonia Clavería, pero se volcaba y no podía escapar; y por fuera, su tío materno intentaba romper los cristales para poder rescatarlo. Sólo se despertó en el hospital, en España, con una crisis hepática, acompañado sólo de su representante, quien se comunicó con el médico de México: “Hable mañana mismo con los ejecutivos de su compañía en España y cancelen la grabación, es muy urgente que regrese lo más pronto posible. Está en un precoma hepático y en España no tienen lo que hay aquí para salvarlo. Si no lo trae, se va a morir allá”.
El fruto envenenado del talento. En cuanto a la voz, no le fue mejor. Puesto que José José descubrió en cierto momento el psicoanálisis (y declara que no lo dejó nunca), es bueno decir que recogió desde el principio el legado de su padre: uno de los mejores cantantes de ópera de su tiempo –y uno de los más alcohólicos. Al tomar la herencia para sí, tomó lo más destructivo. Una vez, terminando una actuación en Tijuana, se le acercó el empresario: “Vino Frank Sinatra y presenció toda tu actuación. Le gustó mucho, pero te dejó dicho que tomes clases de canto porque si sigues cantando con esa técnica te vas a destruir la voz”. No fue el único aviso, pero no hizo caso de ninguno. Y esa voz, hipnótica como un torbellino de tristeza, en la cual es fácil naufragar, como todos sabemos, se consumió. Se lo dijeron amigos, colegas, productores. Pero él insiste en atribuirlo a las pócimas y a las fuerzas actuantes del mal.
Ahora bien, mientas se extinguía esta voz cantó su biografía. Es cierto que José José no compuso casi ninguna de las canciones que interpretó (es autor sólo de cinco temas), pero una oleada interminable de éxitos que se prolongó por décadas. Pero por alguna razón, todo lo que cantó es su biografía. Si queremos saber quién es, hay que escucharlo. Según dice, sólo una de sus canciones, “Volcán”, no es autobiográfica. Eso se debe, tal vez, a que los compositores se inspiraron en él para escribir, o que él sólo quiso cantar lo que tenía que ver con su vida. O que José José es además de un cantante, un personaje que canta su destrucción continua (y sus muy pocas resurrecciones).
En ese sentido es único, porque no es un trovador, no es un cantante que compone, ni un intérprete de otros compositores, que explora distintos registros. No; José José es un caso solitario, porque desmenuzó su vida ante todos, durante años. Dijo persistentemente quién era, de tal manera que si lo cantamos para conocerlo, sabremos encontrar las claves precisas. Así que da igual si lo escribió un compositor argentino, uno español o un mexicano, eso sólo es testimonial. Lo que importa es que lo asumió José José. Y para ello, construyó un estilo en el mundo de la balada, es decir, ese momento de la música que siguió al bolero, que dejó de acompañarse con instrumentos acústicos, que se difundió por medio de la televisión y los videoclips, que se convirtieron en momentos perdurables gracias a los concursos internacionales de música, que algo retuvieron del bossa nova y del jazz, que aspiraban al éxtasis interpretativo, que representan un intérprete solitario en un escenario abandonado por unos minutos para poner escena una tragedia íntima y grandilocuente.
El locutor presenta, agradece a los patrocinadores y la voz se apresta a dar su peculiar versión del amor, un sentimiento que se vive sin voluntad, por el cual es necesario despojarse de cualquier bien que se tenga en propiedad: “Yo no quería amarte tanto / y sin embargo yo te amé… / Yo que te di todos mis sueños / y para mí nada soñé… / Quiero que vengas como única invitada / a presenciar de cerca lo que quedó de mí. / Y quiero que te quedes tan sólo unos instantes, / quiero que veas mi fin” (“Lo que quedó de mí”, bolero de Roberto Livi). Morir y resucitar para escuchar los aplausos: fantasía que compartimos los espectadores.
Qué bonito terminar como José José, pero sin ser José José, ni tener que repetir el mismo sufrimiento cada vez que lo requiera el público de la rocola. Por otra parte, no todo es destrucción, pues al mismo tiempo se construye una personalidad, una que requiere de los celos, de la posesión, de soliloquios que impidan la locura.
Antes que los compositores de José José, quizá sólo Álvaro Carrillo intentó la introspección con esa complejidad y tal vez por esa razón fue al único de los compositores de boleros al que recurrió. Pero lo hizo a través de Pepe Jara, el mejor intérprete de Carrillo, y en algo copió la manera de decir, la actitud ante la letra, la manera de recitar, la intimidad de la interpretación… El otro maestro reconocido es Johnny Mathis, el último de los crooners, el último de los alumnos de Sinatra, con influencia de intérpretes negros como Nat King Cole.
El dolor es su gimnasia
En el caso de José José, el dolor es su gimnasia, el entrenamiento para soportar. No podría decir qué es lo que construyó musicalmente, pues no sé su lugar exacto dentro de la balada, género al que pertenece casi por completo, pero conozco aquello que contribuyó a derrocar: el mundo del bolero. Terminó con las voces íntimas y contenidas con su estilo hecho para cimbrar. Un terremoto que hacía derrumbar los sentimientos hacia dentro. Cada LP era un palco para presenciar la caída, el desplome íntimo. No recuerdo, en el repertorio del bolero, frases como éstas: “Sé que no soy el mejor, / que soy un fracaso, / por eso te guardo aquí. / Compréndelo, amor, compréndelo. / Y es que la vida es así, o tú o yo” (“O tú o yo”, balada de Honorio Herrero Araujo, Julio Seijas Cabezudo y Luis Gómez Escolar).
Convertirse uno mismo en el calabozo del ser amado. Elegir si la felicidad es para uno o para el otro. Y eso, como una definición del amor. Material para un nuevo laberinto de la soledad, recorrido entre botellas, entre callejones sólo con salida a tugurios internos. Un repertorio que exige la autodestrucción previa del auditorio. Aquel que sabe que José José vivió prácticamente en la indigencia compartida con el éxito. Que su fortuna fue dilapidada por su esposa, su cuñado y sus personas de confianza. Que afirma que su mujer, Anel, amenazó de muerte al representante artístico que manejaba su carrera. En el amor parece que sólo hay algo peor que el infierno de la soledad, y es el infierno de la compañía. De pronto, aparecen imágenes que aceptarían con gusto los poetas románticos que retaban al universo y al Ser supremo: “eres grito sin voz de mi conciencia”. Lo que realmente me intriga, para lo que no encuentro respuesta convincente es para la extraña relación entre vida y canciones. ¿Elegía aquellas que lo reflejaban?, ¿los compositores veían en él una inspiración, intentaban leer en él y escribían en consecuencia?, ¿le trazaban una ruta de destrucción previamente? Y el Príncipe, ¿sabía que se dirigía a donde lo llevaban los versos que cantaba? Seguramente, en sus canciones hace gala de su falta de voluntad, se deja llevar por un torbellino, por el mar.
Pero sobre todo, por la voluntad ajena. Eso, en realidad, es no aprender de nada, ni del amor, ni del sufrimiento. Es sólo dejarse llevar. Por ejemplo, por el éxito. Y hoy ha pasado a un sitio, el de la trascendencia, que es completamente ajeno al de la voluntad. Ya es patrimonio de la soledad de los solitarios, sitio en el que es invocado con frecuencia para oscurecer más las sombras de la perdición existencial.