La voz entre rejas – Reseña de Pink Cadillac man
Alicia Quiroga Saiz
Conocí a Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) en la presentación de uno de sus libros en Logroño, donde fui con un amigo común. Un ciervo en la carretera fue lo primero suyo que leí. Pronto, tras los primeros relatos, me quedaron claras un par de cosas: lo fluido del estilo y el acertado uso del vocabulario. Por las páginas del libro desfilaban una amplia variedad de personajes, unos históricos, otros ficticios, pero todos con igual desparpajo.
Me llamó la atención la capacidad del autor para la descripción, el talento que mostraba a la hora de situar al lector con apenas unas pinceladas en los ambientes más variados, tanto del pasado como de la actualidad. También el humor, del que mostraba una amplia gama, desde el más negro y gamberro hasta la ironía sutil o los diálogos costumbristas, pasando por un humor narrativo, muy plástico, que me hizo pensar en los slapsticks del cine mudo.
Nada de esto se ha perdido al dar el paso a la novela. He leído en alguna entrevista que Pink Cadillac man, la obra que Alberto acaba de publicar, es una novela contada a ritmo de blues y no puedo estar más de acuerdo, teniendo en cuenta la diversidad del género, que hunde sus raíces en los espirituales negros y los patrones de llamada y respuesta de las canciones del trabajo, y con el paso del tiempo se asienta e influye en otros géneros hermanos como el ragtime, el bluegrass o el R&B.
La obra narra la estancia en prisión de Róbinson Sánchez, intercalando recuerdos de su infancia en Cuba, de donde sale tras sus padres en busca de una vida mejor, con su adolescencia y primera juventud a la deriva por los barrios de Nueva York. La novela tiene un marcado carácter social y es, por encima de todo, muy humana. Junto con el protagonista, el lector irá conociendo a un puñado de personajes variopintos que secundan a Sonny en las rutinas carcelarias.
Es el caso de Wilbur, el bueno del viejo, viejo Wilbur, que desgrana su tristeza al ritmo de las canciones que aprendió de niño, de Franks el indio o de los chicanos don Rafael y el Tino Seisdedos, que planean fugarse. El autor compone un fascinante mosaico humano, a la vez que nos muestra sin tapujos la violencia implícita y la degradación moral del sistema. La trama alterna la voz del narrador omnisciente —no siempre ni completamente omnisciente— con la primera persona del protagonista, lo que permite al lector acceder al interior de su mente, ver sus pensamientos en bruto, sus sentimientos y emociones, acercando la obra a los esquemas de la novela psicológica.
Novela psicológica, digo. He hablado ya de novela carcelaria e incluso podría hacerlo de novela negra, por cuanto hay un crimen sin resolver, pero lo cierto es que Pink Cadillac man rebasa ampliamente cualquier intento sencillo de catalogación. La novela trasciende las etiquetas, lo cual demuestra su calidad y la ambición del autor. También los premios recibidos. Conocemos los recuerdos de Sonny directamente, el cubano los articula por su propia voz; y es eso precisamente, la voz, uno de los elementos más destacados de la obra.
La voz de Sonny —y no solo de Sonny—, cuando se sincera con algún oyente o habla para sí mismo, es una voz de hondas raíces cubanas, pero también mestiza, salpicada de términos vulgares, de jerga, giros e idiolecto hispano —mexicano, portorriqueño— de las personas y grupos con los que se ha criado en el Barrio latino de Manhattan; eso por no hablar de los anglicismos, que son continuos, a veces crudos, otras adaptados fonéticamente.
Este Cadillac rosa del título lo conduce un autor que hace gala de una pluma muy diestra. Alberto nos lleva con facilidad, su estilo es mordaz e incisivo, accesible, brillante y pulido, con momentos de un inesperado lirismo, cuando la historia se vuelve más conmovedora. El mayor logro de esta novela es que consigue atrapar al lector desde el principio, manteniendo el interés y la tensión hasta el cierre.
El trayecto se hace corto, pero dura más de cuatrocientas páginas sin que la lectura se resienta. Alterna los vagabundeos de Sonny por el submundo neoyorkino, sus caídas en el alcohol y las drogas, con lo que de luminoso tienen el idioma o las relaciones humanas, dentro y fuera de prisión. Porque esta novela es dura en ocasiones, pero no todo en ella es drama. Queda espacio para la ternura, el humor y hasta, por qué no decirlo, la esperanza.
Las reflexiones, las cargas de profundidad, se alternan con los capítulos más narrativos; la novela no esquiva las cuestiones actuales, políticas y sociales. Aborda sin miedo temas tan polémicos como el racismo, la inmigración, la xenofobia, y lo hace sin moralinas. Lanza un ataque en plena línea de flotación contra el sistema capitalista y la hipocresía del american way of life. ¿Y qué escenario más apropiado para esto que una cárcel del suroeste de los Estados Unidos, en la que prácticamente todo, empezando por la libertad, va con su cartelito correspondiente, el del precio, igual que en un supermercado?
La novela acaba —atención: espacio libre de spoilers— con un guiño y una dedicatoria, que no voy a destripar. También con una petición de los editores, animando a los lectores que hayan llegado hasta el final a recomendar la obra. Desde esta tribuna quiero unirme a ellos, porque creo que es una lectura que vale la pena. ¿Ves, lector, ese coche que se aproxima y se detiene frente a nosotros?, ¿este flamante Cadillac rosa con los asientos de terciopelo blanco y alerones futuristas? Sube sin miedo, el motor ronronea.
No dejes que se vaya sin ti o vas a perderte una auténtica aventura literaria. Yo misma, que aún no me he quitado el polvo del último viaje, estoy deseando volver a la carretera, como Thelma y Louise en su escapada hacia la libertad o los citados don Rafael y el Tino Seisdedos, sus homólogos masculinos en estas páginas, rodando a cámara lenta hacia un crepúsculo eterno sobre los parrales de Guanajuato.
Alicia Quiroga Saiz (Nájera, 1981) es licenciada en Biblioteconomía y Documentación. Trabaja como técnico de archivos y bibliotecas, responsable de la Agencia de Lectura Municipal «Armando Buscarini».