¿Quiénes somos?
Federico Bonasso
La primera lección de justicia me la dio mi padre. Hace muchos años ya, en esa infancia que parece un sueño. Caminábamos de noche regresando a casa y me señaló a un hombre buscando entre la basura. Yo quería volver a mis juegos de niño, pero él insistió en mostrármelo. Observé una escena grotesca: el hombre de barba larga y ropa sucia encontró el envoltorio de una paleta o helado, y comenzó a lamerlo. “¿Ves, Fede? -me dijo mi viejo-, por eso peleamos, para que todos tengamos algo de comer, para que ninguna persona tenga que perder así su dignidad”. Allí entendí, mucho más que con cualquier teoría, cuál era el corazón de la generación de mis padres, que decidió poner en juego su propia vida para darle a la justicia otra oportunidad.
Ante las heridas que podemos causarnos los seres humanos, siempre surge, “porque soy como el árbol talado que retoño”, eso otro que también somos: seres capaces de sentir el dolor ajeno.
Esa cualidad, que nos hace tan humanos como nuestra propensión homicida, salta en los momentos de mayor nihilismo para que no caiga doblegada la esperanza.
Las escenas del genocidio en Gaza quiebran el alma del mundo. Son parte ya del vergonzoso prontuario de nuestra especie. Junto a las de los niños huyendo del napalm en Vietnam, junto a las de Hiroshima y las de Auschwitz. Serán guardadas en el acervo del dolor.
Pero mientras una casta envejecida, codiciosa y asesina gobierna eso que llaman “occidente”, los gobernados han salido a poner de pie a la esperanza. Están llenas de consciencia las calles del planeta. A pesar de las amenazas de represión que quieren imponer las democracias europeas y norteamericanas a sus ciudadanos, las banderas de palestina llenan estadios, avenidas, estaciones de tren, embajadas. Cientos de miles de personas han dejado de creer en las justificaciones del genocidio. La evidencia viaja más rápido que la literatura del engaño. Estos líderes, aunque no vayan a perder sus puestos mañana, ya no pueden poner un muro entre la evidencia y la sociedad. Y eso no es poca cosa. Cuando caen las narrativas las sociedades cambian.
Como muy bien dice el comunicador egipcio Bassem Youssef, cuya ironía es un trago de decencia en estas horas de espanto: “en tres semanas Israel corrompió moralmente a occidente como ningún otro”.
Cada héroe que hoy se juega el trabajo, su lugar en la comunidad, o incluso la vida intentando detener barcos que llevan armas a Netanyahu, o boicotean a marcas como Mac Donalds que apoyan a los perpetradores del crimen, renuevan el coraje de aquellos que no se resignan a bajar la mirada. Quiebran el fatalismo que nos ha sido inyectado en la voluntad por la cultura del individualismo y la indiferencia. Como el ejemplo conmovedor de tantos judíos que, dentro y fuera de Israel, gritan: “no en nuestro nombre”.
Finalmente es aquella vieja pelea: la que me enseñó mi padre en una calle de mi infancia: la pelea por la dignidad. La pelea de David contra Goliat. Cuando peor estamos, cuando dan ganas de huir a algún bosque solitario, surgen estos héroes y luego las multitudes que se niegan a ser testigos del crimen. Por eso marchamos ayer en México.
Es claro: marchamos por la causa palestina. Pero, pensaba, hoy marchamos en todo el mundo por algo más: por la humanidad misma. Hoy marchamos con una pregunta en la boca: ¿quiénes somos? ¿vamos a dejar que el destino quede en manos del animal fratricida? ¿o vamos a darle una oportunidad a ese otro animal que también llevamos dentro?: el que siente el dolor ajeno. Porque, aunque los racistas que han justificado hoy el asesinato y la mutilación de miles de niñas y niños palestinos puedan sabotear la justicia, no podrán cancelar esa terca esperanza, que siempre vuelve cuando ya la creíamos perdida.
Ayer marchamos por las mismas razones que una vez tuvo la abuela de la cineasta israelí Hadar Morag, sobreviviente del holocausto. Esta maravillosa mujer entendía de dignidad: cuando le ofrecieron en Israel una casa para vivir frente al mar, se negó a aceparla al darse cuenta que, apenas semanas atrás, había sido la casa de una familia árabe. Allí estaban los platos y los juguetes, y las cosas de otras personas. Y entonces dijo: “Nunca le haré a nadie lo que me hicieron a mí”.
Hace tiempo, en circunstancias que parecen otras, pero son en el fondo las mismas, Miguel Hernández escribió:
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.