Talleres literarios: una afrenta al ego para realmente aprender a escribir
Imágenes de Barry Domínguez
Fue Juan José Arreola prosista impecable, hablista erudito y recitador de versos en bicicleta, el gran maestro tallerista en México. Arreola decía acerca de su cargo como jefe de talleres literarios: “Se instalan sonetos, se ajustan cuentos, se vulcanizan tramas, se hojalatean epigramas”, pero en el fondo de esta broma, se esconde un saber muy amplio, formal, histórico, de los más diversos géneros literarios. Arreola hizo de los talleres una dinámica y un tipo de acercamiento a las obras literarias. Creía en la figura del juglar y creía también en la creación colectiva, propia del uso popular del lenguaje.
Artífice de una de las prosas más decantadas de la literatura mexicana, “su imaginación le hacía ver lo que no existía y ver con nuevos ojos lo que habíamos visto siempre”, según palabras de Emmanuel Carballo. Quizás por esta capacidad, Arreola podía observar entre el fino tejido que conforma un texto de imaginación. Beatriz Espejo, discípula del maestro jalisciense, decía que Arreola tenía la rara capacidad de ubicar en dónde flaqueaba el ritmo de un verso, cuál era el párrafo que echaba abajo un cuento, o el lugar exacto en que empezaba a cansar una novela. Otro notable profesor de filosofía clásica, Enrique Hülsz Piccone, traductor al castellano de los fragmentos de Heráclito, guardaba con afecto los talleres de Juan José Arreola en la Facultad de Filosofía: “A veces comentaba en verso, y llevaba siempre una maletita de cuero, porque a mitad de la sesión decía: bueno, ya fue mucho alimento para el intelecto, ahora alimentemos el espíritu. Y sacaba dos botellas de vino”.
Muchos escritores de varias generaciones (Juan Rulfo, José Emilio Pacheco y José Agustín, por mencionar autores muy distintos formal y temáticamente) deben mucho a la lectura de Juan José Arreola, a sus talleres en la UNAM, el IPN, la Secretaría de Relaciones Exteriores y el Centro Mexicano de Escritores.
La Facultad de Filosofía y Letras
Últimamente se desdeñan los textos críticos que provienen de la academia. En la Facultad de Filosofía y Letras tuvimos a grandes profesores como Juan Miguel Lope Blanche, Arturo Souto, Antonio Alatorre, Anamari Gomís, Gonzalo Celorio y muchos otros, cuyo trabajo representa un momento importante en la crítica literaria mexicana. La academia hace profesores, investigadores, pero ningún escritor sale de ahí: eso escuchábamos en las aulas hace poco más de dos décadas. Entonces un grupo de compañeros discutimos con el entonces director, Ambrosio Velasco, que si esto sucedía porque no había espacios de divulgación literaria.
La única publicación de aquellos años, un periódico de cuatro páginas llamado Metate, le daba una página y media al discurso del rector, dos más a la oprobiosa situación de los baños, y un cuarto para algún poema. Huberto Batis nos decía en su taller de revista: “Claro que hay escritores en la universidad, pero desertan, porque quieren escribir y la academia es una chinga. Esto le pasó a Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Jorge Ibarguengöitia, Inés Arredondo, y Carlos Fuentes, que estuvo en la Facultad de Derecho. Incluso Juan Rulfo llegó a ir a clases en la antigua explanada de Mascarones, pero tenía un montón de hijos y se tuvo que ir a vender llantas”.
Entonces Ambrosio Velasco cedió a la petición de publicar tres antologías, previa selección en un taller que duró un semestre: una de cuento, una de poesía y otra mixta bajo la colección “Primer aliento”. Yo tuve el encargo de coordinar el libro de poesía Perduración de la palabra. Antología de poetas de la Facultad de Filosofía y Letras. Hasta donde sé, esos libros son de los pocos que se han dedicado exclusivamente a compilar a jóvenes escritores de dicha facultad. No obstante, es larga la lista de quienes han impartido y aún imparten talleres literarios con valor curricular. En narrativa fue célebre el taller de cuento de Beatriz Espejo, así como los de poesía de Hernán Lavín Cerda y Jaime Augusto Shelley, y el de revista del mencionado Huberto Batis.
Perduración de los talleres
Todo el que escribe estaría de acuerdo en que el acto creativo es un trabajo estrictamente personal. Hacia 1984, en una charla en la UAM Azcapotzalco, el propio Arreola mencionó que el artista básicamente es un egoísta: “todo verdadero creador tiene que partir de su punto de vista y ver el mundo y sentirlo a partir de su ser individual”. Al respecto, surge una pregunta sensata: ¿todo mundo puede escribir buenos textos literarios? La mayoría diría que no, que la literatura no es sólo una voluntad, sino una capacidad. Pero quien asiste a un taller literario tiene interés de escribir; tiene obsesiones, historias en busca de un cauce. Entonces se hace el trabajo; se estimula la prosecución de esas pesadillas, y los resultados muchas veces son buenos.
En el Centro Cultural la Pirámide impartí muchos años talleres literarios. Llegaban lo mismo estudiantes universitarios con frías intenciones bolañianas, que amas de casa, mecánicos y hasta un pastelero. Y me atrevo a decir que la magia literaria llega en las circunstancias menos esperadas. El talento aguarda ese momento en que la sensibilidad y el trabajo se funden en un acontecimiento excepcional. Uno de los poemas más bellos que recuerdo de esas sesiones, es el que una abuela le escribió a la manzana de su frutero, porque gran parte del día la pasaba sola, y un día se le ocurrió que la manzana la escuchaba y guardaba sus odios y recuerdos. “No te apiades de mí, porque en algún momento de la noche seré yo quien te sorprenda”.
En síntesis, ¿para qué sirve un taller literario? Me gusta pensar que algo de comunión hay en este oficio y que en algún punto, la escritura entonces no es una actividad tan solitaria. Las lecturas que nos nutren, los lectores que nos cuestionan, los amigos que nos comentan, hacen de la escritura una suerte de celebración. Porque si el acto creativo esencialmente nace como un impulso individual, crece y se desarrolla en lo colectivo.
Con todo, el trabajo de tallerista es una labor secreta. Cualquier aporte queda entre un puñado de obsesivos que pasan horas comentando el argumento de un relato o el ritmo de un poema. Si existe algo como una función en quien imparte un taller, es poner las herramientas aprendidas en años de lectura al servicio de un texto. Siempre bajo su propia naturaleza y no con respecto a lo que uno escribe o lo que a uno le gustaría ver (este vicio ocurre en toda la crítica literaria).
Últimamente se ha ido perdiendo la tradición de los talleres literarios. Esto se debe, acaso, a que a la mayoría de los escritores les importa más publicar que leer, y no les interesa el trabajo de los que van empezando. También está el culto a la autosuficiencia, cosa que a muchos los vuelve inmunes a cualquier comentario que no sea una alabanza. Hoy el tallereo es visto como una afrenta a la amistad.
No obstante, aún quedan, desperdigados en centros culturales y cafés solitarios, extraños maestros dispuestos a gastar su noche en virtud del nacimiento de un espacio de fantasía.
Talleres de escritura
Creo que no se ha perdido ni se perderán la tradición de los talleres literarios, pero es verdad que existen dos tipos de alumnos. Los que están sobre todo interesados en escribir y mejorar su escritura, y los que están interesados principalmente en publicar.