500 años de la caída y destrucción de Tenochtitlan
Este 13 de agosto, cuando se cumplen 500 años de la caída de Tenochtitlan, las polémicas sobre las causas y la forma en que fue ejecutada la invasión española cobran nuevos bríos y se politizan fácilmente, porque como afirmara alguna vez José Moreno Villa, lo original de México es que no ha muerto nadie: “Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio y todos los conquistadores y todos los conquistados… No ha pasado lo pasado, se ha parado.”
La Conquista de México fue uno de los procesos de genocidio y expoliación espiritual más aberrantes de la historia. A diferencia de la colonización de otras regiones del mundo, la de México se produjo en un territorio que a lo largo de dos milenios había visto florecer a un conjunto de civilizaciones profundamente arraigadas, ricamente estratificadas y cuyas aportaciones a los más variados campos del conocimiento humano están equiparados solamente con las que por su originalidad y complejidad se produjeron en Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo o el río amarillo.
Una gran civilización eclipsada
Al momento de la irrupción española, los mexicas eran la civilización más desarrollada de América Media. Una sociedad muy joven, si se tiene en cuenta que en apenas doscientos años habían consolidado un dominio territorial nunca visto en la región. Una cultura altamente desarrollada que había alcanzado un grado de innovación y refinamiento en ámbitos tan distintos como la agricultura, la administración, la arquitectura, la división del trabajo y las artes. Un pueblo orgulloso de sí mismo, profundamente religioso y también despótico, que había modificado varias veces su propia historia a conveniencia, pero que en contraste había incorporado y potenciado el legado de otras civilizaciones que habían prosperado y fenecido en el espacio mesoamericano hacía mucho tiempo atrás.
La batalla por Mexico Tenochtitlan iniciada en abril de 1521 se sitúa en el rango de las campañas militares más sorprendentes de todos los tiempos. Pese a que su importancia ha sido oscurecida en la historia nacional para no confrontar a las instituciones y grupos favorecidos por la conquista, fue una batalla monumental no sólo por el escenario en que se desarrolló, sino por la intransigencia y la determinación con la que combatieron los ejércitos contrincantes.
Tres meses de sitio
El asalto final a la ciudad duró aproximadamente tres meses. Del lado mexica combatieron unos 100 mil hombres armados con espadas de hoja de obsidiana, lanzas, hondas, arcos, flechas, y con cascos y armaduras de algodón acolchado. Del lado invasor, unos 200 españoles con falconetes, arcabuces, ballestas, espadas, menos de 20 caballos y unos 13 bergantines con cañones, además de 100 mil aliados de Tlaxcala, Chalco, Huexotzinco, Texcoco y Cholula, pertrechados de forma similar a los mexicas.
El combate naval desempeñó un papel decisivo. Según el relato de diferentes cronistas, la composición y tecnología empleada en los 13 bergantines españoles permitió a Cortés derrotar con facilidad a las primeras flotas de canoas que custodiaban la isla, así como abrir una brecha en el terraplén que conducía a Ixtapalapan. Tácticas similares fueron empleadas en las calzadas que comunicaban a Tacuba y el Tepeyac por los españoles Cristóbal de Olid y Gonzalo de Sandoval, que consiguieron bloquear el acceso de alimentos y agua potable a la población de la isla.
Durante el periodo que duró el asedio a Tenochtitlan, el ejército mexica ofreció una resistencia sin cuartel a las tropas españolas. Cortés intentó infructuosamente convencer una y otra vez a sus enemigos de capitular, pero solo recibió como respuesta burlas y una determinación intransigente de no aceptar la paz. Una vez teniendo las tres principales calzadas bajo su control, los españoles comenzaron un ataque que se prolongó por varias semanas.
Con frecuencia los avances militares de los españoles por el día se perdían una y otra vez durante la noche, cuando los mexicas reconstruían sus defensas y volvían a cortar las brechas en las calzadas. El 30 de junio, 68 españoles fueron capturados durante un asalto frustrado. Una parte de ellos fue decapitada inmediatamente y la otra fue sacrificada en el Templo Mayor, lugar perfectamente visible desde el campamento español. (Jeremy Black, Las setenta grandes batallas de todos los tiempos, p. 93).
Una batalla a muerte
Los mexicas atacaron nuevamente a los invasores durante cuatro días haciendo a los españoles retroceder. Sin embargo con una población diezmada y hambrienta, el ataque fue perdiendo intensidad, cosa que permitió a Cortés reemprender una ofensiva. En el último lapso, la batalla entró a la ciudad por medio de irrupciones sucesivas. Tenochtitlan con sus canales y calzadas se convirtió en un escenario de combate en que los mexicas aprovechaban los edificios, pirámides y tejados para atacar a los invasores. En su espléndido libro La Conquista de México, Thomas Hugh nos pinta un cuadro de estos últimos sucesos: “Los castellanos, mientras se retiraban, incendiaron muchas casas, para que la siguiente vez que entraran no tuvieran que enfrentarse a este terror desde lo alto… Tenochtitlan no quedó destruida por azar, sino como consecuencia de una táctica deliberada, aplicada cuidadosa y metódicamente, con toda la energía de una guerra europea y sin pensar en que se arruinaba una obra maestra de diseño urbano.” (La Conquista de México, pp. 554 y 556).
El desenlace fue terrible. La otrora maravillosa y temida Tenochtitlan quedó en ruinas, con sangre y decenas de miles de cadáveres esparcidos en las calles y canales de la ciudad. Habiendo hecho prisionero a Cuauhtémoc, Cortés concedió que en los días siguientes los supervivientes pudieran salir de la isla. Bernal Díaz del Castillo nos dejó para la posteridad su versión: “Digo que en tres días con sus noches en todas tres calzadas, llenas de hombres y mujeres y criaturas, no dejaron de salir, y tan flacos y amarillos y sucios y hediondos, que era lástima de verlos; y como la hubieron desembarazado, envió Cortés a ver la ciudad, y veíamos las casas llenas de muertos, y aún algunos pobres mexicanos entre ellos que no podían salir…”. (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 332).
El exterminio
Para el especialista en historia militar Jeremy Black, un factor decisivo del éxito español en la guerra fue la aniquilación de los líderes mexica por medio de la masacre y el efecto de la viruela. (op. cit., p. 93). Uno de los ejemplos más trágicos del primer caso, pero no el único, fue la Masacre del Templo Mayor ejecutada por Pedro de Alvarado. Este factor, aparentemente circunstancial, debe ser suficientemente ponderado, pues como en muchos conflictos bélicos, la aniquilación de la nobleza significaba desgarrar la cohesión social, la tradición y los mitos asociados al linaje. Debe recordarse por otra parte, que los miembros de las órdenes de guerreros mexicas eran profesionales, y dos de ellas, la de las águilas y los jaguares, admitían solo a nobles. (Thomas, Hugh, op. cit., p. 540).
El segundo caso tampoco debe ser infravalorado. En el plazo de apenas un año la viruela mató a 40 por ciento de los indios de México central, enfermedad probablemente traída en la expedición de Pánfilo de Narváez a Veracruz, precisamente un año antes del sitio de Tenochtitlán. Cuitláhuac, emperador que había ascendido al trono mexica tras la muerte de su hermano Moctezuma, murió antes de que se produjera el asalto final a la ciudad.
La guerra como un símbolo sagrado
La guerra para los mexicas, como en toda Mesoamérica, tenía un significado sagrado. Antes que aniquilar a sus enemigos en el campo de batalla, los guerreros tenían establecido como prioridad capturarlos. Durante las llamadas “Guerras Floridas” desarrolladas por los mexicas en su expansión y sometimiento de otros pueblos, los guerreros seguían reglas estrictas, como el ofrecer alimentos a sus oponentes o el no combatir por las noches.
Cuauhtémoc, el último tlatoani, sobrevivió aún inválido tres años más para ver como su pueblo caía en la más absoluta abyección. Sin embargo mientras estuvo cautivo, siguió representando un peligro potencial de rebelión contra la cultura, la sociedad y la religión impuesta por los invasores. Este fue el motivo por el que Cortés decidió finalmente colgarlo de la manera más ignominiosa al sur de Campeche, durante su accidentada expedición a las Hibueras (actual Honduras) en 1525.
La caída de Tenochtitlan significó no sólo la aniquilación de una civilización en particular, sino el sometimiento de todos los pueblos indios a una nueva relación de servidumbre que habría de extenderse por tres siglos. La herencia de la sociedad que instauraron los españoles, una profundamente racista y desigual, aunque trastocada por las diferentes revoluciones y guerras que han acontecido en nuestro país, no se ha disuelto definitivamente sino que persiste hasta hoy. Es por ello que la Conquista de México no es un asunto concluido, sino una herida abierta que sigue movilizando el descontento del México más profundo, explotado y humillado y que persistirá hasta que la dignidad y la justicia se encuentren al alcance de todos.