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Los cuentos de Thomas Wolfe; la revelación literaria del año

Leopoldo Lezama


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2 febrero, 2021 @ 9:58 pm

Los cuentos de Thomas Wolfe; la revelación literaria del año

El golpe de una escritura eterna: los cuentos de Thomas Wolfe

Alguna ocasión dijo con fría certeza William Faulkner, que Thomas Wolf es “el mejor fracaso de la literatura norteamericana”, quizás porque un autor monumental de la literatura contemporánea, ha sido menos apreciado que cualquiera de los de sus contemporáneos: John Dos Passos, Ernest Heminway o Francis Scot Fitzgerald.

Faulkner, también fue atinado cuando dijo que, no obstante, Wolf es el mejor escritor de todos ellos. ¿Por qué un prosista extraordinario de la talla de Thomas Wolf comienza a apreciarse casi ochenta después de su muerte? Quizás por su temprana muerte en 1938 a causa de la tifoidea cuando contaba apenas con 37 años, o acaso porque su obra, siempre desbordante (que le valió las críticas de sus colegas e incluso de sus propios editores) tardó en encontrar a sus desmesurados lectores.

Sea por la razón que sea, es estimulante ver traducido al castellano una de las deudas que tenía nuestro idioma con uno de los maestros de la narrativa contemporánea: los cuentos de Thomas Wolfe. Se trata de un voluminoso tomo de casi mil páginas (58 relatos), que en palabras de su traductora Amélia Pérez de Villar, da cuenta de “un corpus titánico que contiene un universo titánico”. Lo cierto es que Pérez de Villar no sólo ha conseguido reunir la totalidad de cuentos de Wolfe que se encontraban dispersos en compilaciones, sino que ha respetado el tono y el brillo de una escritura intensamente poética, y que en todo momento se sumerge a las profundidades del espíritu humano para mirarse de frente en aguas de mil corrientes. La punzante ironía, el humor lúcido, la sensación onírica que deja esas largas excursiones a la memoria son otros elementos que ha logrado captar con asombrosa fidelidad.

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II

Adentrarse en los cuentos de Thomas Wolfe es un sumergimiento hacia las profundidades humanas que el narrador ha vislumbrado como pocos escritores del último siglo (lanzó al aire enormes alas y echó a la mar airada enormes embarcaciones). Y Wolfe creó un río narrativo donde los más brutales movimientos del espíritu salen a la superficie, escapando de su propia experiencia. Se sabe que parte importante de sus cuentos son retazos de proyectos de novelas o incluso de novelas consumadas como El ángel que nos mira (la primera que publicó), y El tiempo y el río, la obra que le dio un lugar privilegiado en la narrativa universal contemporánea.

Se sabe también que un conjunto de obsesiones dan motivo a toda su narrativa: su infancia en Carolina del Norte (donde el taller de cerámica de su padre juega un papel crucial), su paso por la Universidad de Harvard en Boston, sus viajes a Europa, su estancia en Nueva York, sus viajes por ferrocarril de este a oeste por Norteamérica.

Ese ángel que observa desde el porche del taller paterno y que fue diseñado por el genio de la mano creativa, es el comienzo de una narrativa poderosa, en extremo detallista, sin importar que esta emoción por contar provoque que la descripción de un lugar se demore muchas páginas; o que incluso comience hablando de un tema y termine con otro completamente distinto: en la narrativa de Wolfe determina el efecto estético que el propio relato va sugiriendo.

Por consiguiente, la sensación de la lectura de Thomas Wolfe semeja una llovizna de brillos cuya prosecución depende de un impulso poético, más que de la necesidad de la resolución de una trama: Una flama, una luz, la gloria, una polilla, un grito que se pierde a lo lejos, un triunfo, una memoria, una canción, peán y profecía, un instante perdido para siempre, una palabra que no puede morir, chorro de fuego y toque momentáneo de pasión y éxtasis… (dice en El tren y la ciudad al describir la llegada de la primavera a un pueblo).

Van explotando a cada tanto las pulsiones más violentas y sublimes del alma, y en este sentido, Wolfe está mucho más cercano a obras como las de Whitman o Shakespeare, donde es la poesía quien hace ese abordaje hacia el abismo humano. La naturaleza, la atmósfera toda adquiere la forma de la exaltación o el declive del espíritu; la realidad y el mundo interior del narrador desarrollan un sutil juego dialéctico que estructura el universo de estos relatos. Escritura que se levanta como fuego de artificio y cae, con el peso de una ceniza que se reivindica en el hecho de haber alumbrado en lo alto.

Quizás por eso los presentes relatos están llenos de errancia; vagabundos, viajeros sin rumbo, hombres que en algún momento crítico tienen una suerte de epifanía inversa, donde se dan cuenta del paso devastador del tiempo. Y ese derrumbe humano provocado por el paso del tiempo y el fracaso, Thomas Wolfe lo dibuja con una exactitud desconcertante: “Con la gente tocada por la devastación no hay término medio, sólo existen dos posibilidades: o los amas o los odias… Cuando nos gusta una persona así es porque ha muerto sin remedio: ha perdido la vida porque la amó demasiado y la rodea un halo de grandeza que la lleva a gastar con prodigalidad aquello que más ama… Solo muere quien ama la vida de ese modo” (dice en en el relato La casa apartada y perdida, donde narra un viaje a Inglaterra buscando la paz necesaria para escribir).

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Imagen: www.revistaconsideraciones.com

Wolfe no habla de sus personajes sin antes haber recorrido el fondo de una personalidad compleja; no puede solamente echarlos al mundo de la ficción sin haber agotado las posibilidades de un perfil (como dijo Jorge Luis Borges de Óscar Wilde: es uno de esos escritores que no pueden ser superficiales).

Línea a línea hay un descendimiento a las grutas de hombres y mujeres complejos; y entonces cuando volteamos a verlos en su completud, es como si apreciáramos un óleo donde el alma humana relumbra o se oscurece: “La devastación que se percibía en él no era de la carne como del espíritu. Era como si le hubieran arrancado algo vital, algo que no eran los vacíos del cuerpo sino del alma, que había sido destruida”. Wolfe es de esos escasos escritores capaces de cargar en su literatura con la fuerza edificante, vital de la luz humana, y el poder destructivo de sus sombras.

Y esos poderes constitutivos no los insinúa, sino que los describe y hace palpables, y puede pasar páginas enteras describiendo el hundimiento de una familia, sembrar algunas esperanzas, y desbaratarlas en la última línea. Abundan los relatos donde el viajero retorna a su lugar de origen y lo encuentra irreconocible, como “El muchacho perdido”, donde reconstruye el paisaje de la niñez para traer de vuelta a un hermano muerto, pero al llegar a su antiguo hogar, se da cuenta que es su memoria la que está buscando el tiempo, una esperanza en donde depositar algo vívido; algo, que por encima de cualquier esfuerzo está ya perdido, “como todos nosotros, un punto en el laberinto ciego”.

Wolfe es el escritor de su generación que mejor captó esa sensación de extravío en medio de aquella civilización estadounidense de las primeras décadas del siglo XX que avanzaba con el hambriento impulso de un ferrocarril en el silencio de la noche (una de sus imágenes predilectas”; el individuo de los pueblos protegidos por la intimidad de la lejanía, se enfrenta al hecho abrumador del crecimiento de las ciudades. La gran urbe, Nueva York, encumbra al emprendedor con su majestuosidad que se tiñe de glamour y gloria en El gran Gatsby de Scot Fitzgerald; o se derrumba en el pesimismo de hordas de individuos grises condenados al fracaso en Manhattan Transfer de Dos Passos.

En el caso de Thomas Wolfe, la ciudad neoyorkina da pie a relatos admirables como “Sólo los muertos conocen Brooklyn”, un pequeña obra maestra que condensa ese sentido de extravío, muerte y sorpresa que impregna una ciudad como Nueva York. La tesis es sencilla y fascinante: sólo los muertos conocen Brooklyn, porque como ella, los muertos son eternos. Y en el fondo de sus aguas yacen perdidos, al igual que millones que a diario circulan sobre el infinito cemento frío.

El vagabundo que viaja por el tranvía sin rumbo fijo con un mapa bajo el brazo en busca de lugares insólitos, es una de las metáforas más bellas de la existencia en las mega urbes modernas. ¿Quiénes son los que están muertos, quiénes los perdidos? ¿Los ahogados en el fondo de las aguas o los individuos de las ciudades?: “Somos los muertos, ¡ah! Tiempo ha que nos ahogamos, y ahora caminamos a tientas por los fondos marinos de un mundo sepultado. Somos los ahogados, nos arrastramos ciegos, caminamos a tientas… Estamos perdidos, átomos sin ojos de las entrañas de la selva”.

En otro bello relato, “La muerte, ese hermano orgulloso”, es la propia ciudad quien le habla al lector, imponiendo su majestuosidad y fatalismo: “Yo soy la ciudad, la ciudad de un millón de pies y un millón de rostros. Mi vida se compone de las vidas de diez millones de personas que vienen y van, que pasan, mueren, nacen y vuelven a morir, mientras yo permanezco, inmutable. Hombrecillo, hombrecillo…”.

No obstante, también voltea a aquellos lugares donde la existencia se alumbra con la luminosidad de la primavera con su brillo evanescente y sobrenatural; o acaso bajo  el brillo artificial que descubre la oscuridad lila e inmensa anterior al amanecer: Broadway y su vida nocturna, sus lujosos moteles, sus teatros, bares y prostíbulos; sus noches de juerga (“En el parque” ); o Hollywood, ese “bostezo vacío”, ese fulgor enloquecido que deambula por el aire nocturno para “alimentarse de la soledad” de seres confundidos en busca de llenar su vacío con el piadoso neón de los anuncios promocionales.

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Imagen: Internet

III

Thomas Wolfe le cantó a la gloria norteamericana. Una gloria muerta, huidiza y siempre a la expectativa de germinar a lo largo de los cuatro mil kilómetros que…. En estos cuentos hay una reafirmación, un sentido de pertenencia a la tierra muerta, como los vagabundos que, invadidos por una enorme emoción, en el ocaso se les ve tomar el camino hacia la ciudad enferma. Sin embargo esa tierra, desde siempre maldita, ha sido durante un siglo el gran motor del mundo. Y el narrador es ese ferrocarril enérgico (esa gente marchando en medio de la noche) que cruza de costa a costa respirando el brillo de una nación convaleciente: yo lo sé, lo sé, que dijeron que no había gloria, grandiosidad ni grandeza en nuestras vidas.

Wolfe dejó desperdigado entre sus relatos y novelas ese gran canto épico de la Norteamérica moderna; el crujido de los cascos de caballo galopando la tierra; tierra fértil para los que ansían labrar, para esos hombres que, llenos de entusiasmo, se lanzaron juntos a lo oscuro para edificar una nación de montañas de hierro y campos de algodón. Y de todas partes llegarán hombres y mujeres a poblar esas tierras (el amargo camino de los exiliados); un espacio donde la riqueza está por invadir todos los rincones, aunque después ya no que quede lugar para la vida interior.

Que el petróleo se desborde por el árido suelo texano; que las vitrinas de todos los comercios se atiborren de productos que nadie pueda comprar: al fin de cuentas, somos yanquis. Así, Thomas Wolfe es una sensibilidad poderosa que quiere desentrañar esa magia enterrada donde se concentra la grandeza de América; una luz, una llama, una gloria, un algo impalpable, indefinible, que permea desde los campos del sur hasta los caminos nevados de Illinios. Un hambre de erigir un trono invisible, león de fauces sulfurosas, un anhelo de que los rieles del tranvía nocturno se eleve ensordeciendo el mundo entero con su violento silbido; esta América áspera y distante… enorme, oscura, ¡criatura demonio, progenitor de la noche! Y por si no bastara la plegaria a esa tierra prometida; la palabra de Thomas Wolfe se adelanta a los tiempos como un designio funesto; América y su profecía no expresada.

Porque casi un siglo antes de que en Nueva York cayeran derribadas sus dos grandes torres, Thomas Wolfe había escrito: La luz se mueve en silencio y forma un patrón de soledad; el abismo envarillado de Manhattan reluce a la luz de la luna… hasta que sabemos que lo único que existe son los grandes vértices de la luz y la negrura, y que los edificios nunca estuvieron ahí (“El prólogo de América”). América violenta que caerá como un pesado bloque de ceniza luego de su violento incendio; enorme sabueso de la oscuridad que corre eternamente en nuestra sangre.

Los muelles de Brooklyn se despertarán con una escarcha envenenada; fábricas convulsas enloqueciendo en la noche abismal; pájaros muertos en las costas de Maine; el ruido crujiente de un último pedazo de pan destrozará la paz nocturna en alguna casa humilde de Nueva Orleans; rezos descompuestos despostillando los mosaicos de una iglesia de Negrotown; fantasmas sin rostros desfilando por las demenciales calles de Boston y grandes graneros durmientes y orgullosos en la tierra abundante de Pensilvania. Así agonizará América: orgullosa y durmiente como una reina loca. Y a lo lejos se observa el capitolio en llamas como una última profecía cumplida (Eso es el Gobierno, eso es Washington. Todos los edificios están encendidos); porque en ese amanecer trémulo, el gran gigante no reconocerá su rostro: Ve, aventurero, si así lo quieres: atraviesa esta tierra y nos encontrarás ardiendo en medio de la noche.

Leopoldo Lezama

Editor y ensayista. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía de la UNAM. Ha colaborado en diversos medios nacionales y extranjeros como Confabulario, Letralia, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Sinembargo y Consideraciones. Actualmente dirige la revista electrónica Máquina.