De Norte a Sur Nacional

Semáforo Rojo: el fracaso de la “civilidad” chilanga

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unogermango

18 diciembre, 2020 @ 8:24 pm

Semáforo Rojo: el fracaso de la “civilidad” chilanga

El regreso del semáforo rojo a la capital es devastador. A las once de la mañana, Claudia Sheinbaum, Alfredo del Mazo y Hugo López-Gatell dieron el aviso, un anuncio largamente esperado en una metrópoli con sus hospitales al borde del colapso.

Volver al semáforo rojo es el fracaso de la civilidad, de la ciudadanía, de la comunidad. Durante semanas, todos los días, se ha advertido del riesgo tan grande en que se encontraba la gente de la capital. Primero se lanzaron invitaciones para evitar salir de casa; luego, los negocios comenzaron a recibir órdenes de cerrar más temprano; más tarde, vinieron las súplicas de las autoridades sanitarias y de distintos gobiernos. Nada funcionó. Ahora que los hospitales no tienen cabida para más enfermos y que los locales donde se rentan tanques de oxígeno tienen filas interminables, llega la orden, otra vez, de cerrar todo. Cerrar todo a pesar de la destrucción que esto traerá consigo.

El semáforo covid en color rojo es una decisión de gobierno, pero retumbará en la conciencia de toda la urbe. El semáforo rojo significa nuestro fracaso como ciudadanía, de nuestra presunción como civilización. Fracasamos… otra vez.

Imagen: internet

El legado del virus

Durante los primeros meses de la pandemia en México, entre abril y junio, los pobladores de la capital apenas si lograron resistir los meses de encierro y de un derrumbe financiero histórico. Miles de personas perdieron su empleo y otros miles más casi no lograron resistir el primer embate económico de la covid-19. Los ingresos de los negocios apenas si conseguían mantener a flote sus propios gastos; miles de personas adquirieron deudas que no han podido pagar y miles más debieron vender parte de su patrimonio para conservar otros bienes. En estos meses la gente ha sido echada por no tener dinero para la renta; devolvieron autos porque se les agotó el capital para saldar el crédito; abrieron negocios de comida porque, de no venderla, al menos podían alimentarse; cientos de estudiantes abandonaron la escuela por asuntos más urgentes, como buscar dinero para comer; miles de profesionistas hallaron la frustración de no encontrar empleo; cientos de miles se encerraron en casa con dolor y síntomas de covid, con gran incertidumbre, sin saber si su cuerpo sería lo suficientemente fuerte para resistir; peor aún, miles de personas vieron morir a hijos, padres, hermanos, gente amada. Cuántas viudas, cuántos huérfanos, cuántas familias destrozadas.

Pero nada de esto pareció importar.

La indolencia chilanga

A partir de septiembre, con las fiestas patrias, comenzaron las romerías capitalinas y las celebraciones en los domicilios se incrementaron. Internet está repleto de noticias sobre las fiestas organizadas, ya fuera para contagiarse de una vez, o para demostrar las ínfimas posibilidades de contagio. Los motivos para reuniones son muchos, pero todos tienen los mismos ingredientes: personas confiadas en que “no pasa nada” por organizar una reunión.

La indolencia de la gente ha sido demostrada de formas brutales en estos meses. Ni el derrumbe económico, las pérdidas de empleo, la pobreza creciente, el personal médico agotado, los miles de muertos, ni los cientos de miles de deudos, han logrado conmover a una población orgullosa de llenar los espacios públicos. Las plazas comerciales, los mercados, los supermercados, los tianguis, los parques, las iglesias, y muchos más sitios, comenzaron a llenarse desde las celebraciones de Día de muertos y de ahí, todo ha sido decadencia y hospitales llenos. Las imágenes de gente caminando en medio del amontonamiento son detestables. Mucha gente necesitaba salir porque su forma de subsistir depende de ello, pero mucha más lo hacía por simple negligencia; no era necesario llevar a pasear a la plaza al niño, a la abuelita o hasta al perro. Es duro saber que mucha de esa gente entendió su terrible error, semanas después, al escuchar la noticia de que alguien de su familia había muerto, en el hospital, sólo por haber salido a almorzar sin la conciencia del riesgo.

Muchos no tuvieron opción. Salir de casa para tratar de conseguir algo de dinero, era, sencillamente, de vida o muerte. Aquel que vende dulces en el semáforo, o quien tiene un pequeño negocio en su colonia, tenían la necesidad de hallar el sustento fuera de casa. No tener la opción de quedarse en casa es también, parte de la tragedia nacional que arrastra la pandemia. Por ello, resulta extremadamente indignante la necedad de saturar los espacios públicos por aquellos y aquellas que no tienen la necesidad de salir de casa para sobrevivir, porque ahora, quienes viven al día, los que viven de vender sus productos en las calles, los negocios pequeños, deberán sufrir las consecuencias de la insensibilidad e indiferencia de miles de capitalinos. Lo peor de la pandemia, para los que viven al día, está por venir.

El festejo de los aficionados en el Estadio Olímpico Universitario. Imagen: mediotiempo.com

Falta de respeto al personal médico

Desde los primeros meses de la pandemia comenzaron a circular las fotografías de doctores y doctoras, enfermeras y enfermeros, con el rostro marcado de formas grotescas por el uso de las mascarillas, goggles y gorros quirúrgicos. Sus manos también sufrieron las consecuencias de las prolongadas horas de uso de guantes. Las ojeras denotaban el cansancio y el miedo, la falta de descanso provocaba riesgos de contagio superiores a los normales. El personal sanitario estaba en la vanguardia defensiva contra el Sars-Cov-2, y aún así, fueron los primeros estigmatizados y maltratados por gentuza ignorante y miserable.

Imagen: eluniversalqueretaro.mx

En la capital mexicana, el personal sanitario ha sufrido decenas de bajas, entre doctoras, doctores, enfermeras, enfermeros, afanadores y administrativos. El miedo de contagio es constante y han vivido así los últimos diez meses, porque no se trata de enfermar y enfrentar al virus en soledad, sino, en caso de contagiarse, se trata de llevar el virus hacia su casa, con su familia, con personas a veces vulnerables. Nadie sabe cómo va a reaccionar el cuerpo ante el Sars-Cov-2 y el personal sanitario está expuesto, a diario y desde hace casi un año, a las terribles posibilidades del virus.

El poco respeto hacia quienes están en la primera línea de defensa de todos los mexicanos, es una aberración. Saturar los hospitales, después de saturar las calles, es una falta de respeto para quien ha tenido el trabajo de salvar a la gente infectada. Pocas cosas demuestran, de forma tan clara, nuestro fracaso como ciudadanos. Tener los hospitales en ese estado, rebosantes de enfermedad y muerte, nos marcará como una sociedad indiferente y apática, adjetivos suaves para el grupo de insensibles que somos.

Semáforo rojo: un triunfo para la derecha

Desde el inicio de la pandemia se nos pidió, a los habitantes de la capital, ser precavidos con las conductas riesgosas. La frase “Quédate en casa” poco a poco empezó a volverse vacía entre los capitalinos y quedó arrinconada, como un concepto ruidoso, pero poco efectivo. Y en el último mes, se pidió a la gente, de muchas formas, que tuvieran cuidado porque los hospitales volvían a perder sus capacidades. Pero esas solicitudes pasaron a la ventanilla del olvido.

La llegada del colapso sanitario, es decir, nuestro fracaso como sociedad responsable, viene acompañado de una celebración majestuosa por parte de los detractores de Andrés Manuel López Obrador, de Hugo López-Gatell y de Claudia Sheinbaum. Desde hace semanas, sus adversarios políticos han pedido, casi exigido, el cierre total de las actividades. Incluso, han pedido sanciones severas a quien incumpla las ordenanzas coercitivas.

Para exigir tamaña acción, han comparado a México con distintos países cuyo desarrollo es muy superior al nuestro. Tanto el gobierno de la Ciudad de México, como el gobierno Federal, han dicho en distintas ocasiones, que es imposible detener por completo las actividades, pues las consecuencias económicas serían catastróficas. Sin embargo, sus detractores han insistido y han señalado “la ineficacia” del gobierno capitalino por no seguir sus sugerencias. Pero el sentido común nos indica que es imposible hacer algo así en cualquier país, y la memoria nos señala que, en México, es todavía más complejo porque los mismos detractores son quienes han llevado al país a la bancarrota, al desempleo, a la violencia y a la pobreza por el saqueo de los recursos nacionales.

Imagen: julioastillero.com

El regreso del semáforo rojo a la Ciudad de México y a distintas zonas del Estado de México es una alegría para los políticos, empresarios multimillonarios y “periodistas” que lo han exigido. Las consecuencias económicas que traerá consigo la cancelación de actividades en la época decembrina es un tanque de oxígeno para sus aspiraciones electorales. La muerte, la pobreza, el dolor y la impotencia de cientos de miles de capitalinos, son motivos para que la derecha mexicana celebre, para su regocijo y para soñar con regresar al poder.

Fracasamos como sociedad. Otra vez, condujimos a toda velocidad hacia el abismo. La vuelta del semáforo rojo es un asunto tan doloroso, que es personal. En este lance suicida arrastramos a gente inocente que morirá por trabajar o por salir a las compras de artículos básicos; en esta irresponsabilidad arrastramos al anciano, al enfermo, al vulnerable; con esta indolencia le estamos regalando un enorme triunfo a quienes arruinaron al país y ahora, con todo descaro, vendrán a reírse de nosotros. Y ahora que jodimos, quizá para siempre, a nuestros vecinos, a nuestros amigos, a nuestra familia ¿Qué hacemos?

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Editor de contenidos en la Revista Consideraciones. Profesor de la UNAM y estudioso del comportamiento de los gatos. El lenguaje lo es todo.