El resentimiento es el fruto podrido del odio
El resentimiento es uno de los sentimientos más inútiles que pudiera habitar en el cuerpo humano. Todavía el odio tiene más sentido; el odio es un estallido espontaneo, una reacción inmediata, violenta, un deseo desesperado del instinto de sobrevivencia. Odiamos aquello que queremos desterrar, de una vez y para siempre.
El resentimiento es el odio que no logramos sacar del cuerpo, que se anida en él, que logra una morada y que nos va minando el alma; que carcome las entrañas.
El odio tiene más sentido que el resentimiento porque es una manera violenta de querer arrancarnos del cuerpo una experiencia amorosa, querer borrar de tajo los recuerdos, es una forma de reconocer al enemigo, de declararle una guerra de exterminio, en cambio el resentimiento es cuando se interioriza al enemigo. Es meterlo en el cuerpo.
El resentimiento, al igual que la frustración, son sentimientos que quebrantan el espíritu; cuando se es joven, el cuerpo soporta esas tremendas sacudidas, esos duros golpes que dejan a su paso cicatrices a las que vemos ocasionalmente con cierta lejanía amorosa, pero seguimos adelante.
El irrevocable paso del tiempo
El irrevocable paso del tiempo (al envejecer) nos alecciona que el cuerpo soporta menos, y si al mismo tiempo la esperanza se achica, entonces el odio puede quebrarnos el espíritu, habitarnos más tiempo, degradado en resentimiento, o peor aún, en frustración; signo inequívoco de abandono de toda esperanza. Por lo que la verdadera batalla por ganar en esta vida, es evitar la frustración a toda costa, una vez que nos acercamos a la medianía de nuestra existencia.
No sólo se vale odiar, necesitamos hacerlo para salir del marasmo, la petrificación y envilecimiento de un amor fallido. Es también responder al súbito reclamo de la historia por renovarse; odiamos aquello que nos indigna, que no es otra cosa que la rabia legítima, odio fugaz, perentorio. El problema es no mutar de nuevo hacia una experiencia amorosa colectiva o individual; dejarlo echar raíces es cosechar el fruto del resentimiento y la frustración.
El fruto podrido del odio
El resentimiento como viejo inquilino, nos deja un cuerpo árido, marchita nuestra mirada, es por eso que el resentimiento es el fruto podrido del odio que no logramos vencer ni soltar para liberarnos.
Los jóvenes aman u odian; con esos dos sentimientos destruyen-construyen para lograr el avance histórico y el ciclo nuevo de la vida. Por el contrario, la frustración, que no es otra cosa que la campanada letal de que hemos envejecido, nos apaga el alma y ésta, ya no se logra resarcir nunca más.
El alma quebrada
No hay cómo restaurarla una vez quebrada. No se puede correr a una súper-mercado y pedir un alma nueva, o a un taller para que la reparen. Rota el alma, se camina con falsa felicidad, alimentada con el infortunio de los otros; ya no hay un camino propio. El cuerpo se adormece con artilugios de consumo material y con la vida de los demás, pues se ha renunciado a la alegría propia.
El odio cumple una función curativa del cuerpo, es un peldaño transitorio en la escalera del duelo -como lo es la negación, la depresión y la aceptación-, pero nunca un propósito.
Ceguera permanente
Tal vez el nombre correcto del odio manifestado para salvarnos de un dolor profundo, sea la ira, tal vez valga nombrarlo como rabia para una indignación legítima. Con el odio, a pesar de que no se puede dialogar, es efímero, en cambio la frustración es una ceguera permanente. Se culpa a todos de nuestra desgracia.
El resentimiento es adentrase a un laberinto sin salida; la frustración a un pozo profundo. En ambos casos, la salida sólo puede reconocerse desde dentro.
Como sea, el odio como descarga nos libera, pero ¡ay! de aquel que se vuelva su prisionero; cosechará tormentas de resentimiento y frustración.
El odio en política
El odio resulta muy eficaz en política, pero al mismo tiempo poco efectivo. Su efecto enervante, viral es a corto plazo, e insostenible a largo plazo. El medio más dúctil para trasmitir una idea es a través de los sentimientos y de éstos, los más contagiosos son el odio y el amor. La diferencia consiste en que el primero carece de esperanza, de alternativa, es un fuego que se consume así mismo, su único fin es destruir, mientras que el segundo destruye para construir algo nuevo.
Dicho de otra manera, el amor es un arma de destrucción creativa, el odio, cuando se intenta forzar como estandarte, termina en resentimiento social; el peor de los ánimos colectivos para una transformación política. La campaña electoral para Presidente de los EU de Donald Trump en 2017, es un claro ejemplo de ello.
Incluso el odio como rabia se agota rápidamente. La rabia también apremia convertirse en esperanza en el mediano plazo para evitar el resentimiento y la peor de todas: la frustración.
El odio convoca pero lo hace bajo un sistema cerrado, anula por lo tanto el diálogo con otros discursos divergentes. Aglutina a quienes se reconocen en ese mismo estado anímico, pero no logra contagiar más allá. En ocasiones el odio se disfraza de esperanza como sucedió con la falsa utopía del régimen nazi.
Sin dejar de mencionar que el estado emocional de la ira es el peor de los consejeros para tomar decisiones en política.