Gato con Lentes

La peste negra y Covid-19: dos pandemias que sometieron a la humanidad

Colaboradores


8 junio, 2020 @ 12:08 am

La peste negra y Covid-19: dos pandemias que sometieron a la humanidad

Patricio Romeu Rábago

En un contexto de pandemia global como el que se ha vivido a lo largo del 2020, es natural que se establezcan comparaciones con circunstancias análogas registradas en distintos momentos históricos. Estos ejercicios buscan las semejanzas y diferencias en el comportamiento de las epidemias y, sobre todo, en las respuestas humanas –colectivas e individuales– ante éstas.

La peste negra

En este sentido, en la memoria colectiva de las sociedades occidentales se encuentra muy presente, como la pandemia por antonomasia, la peste negra que azotó Eurasia entre 1346 y 1352. En esa oleada, y sobre todo, en los sucesivos rebrotes que se presentaron durante los cien años posteriores, se calcula que esta enfermedad (probablemente ocasionada por la bacteria Yersenia pestis) acabó con un cuarto o incluso un tercio de la población europea.

El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo.

De las distintas actitudes que, ante la imparable propagación de la peste, adoptaron los europeos del siglo xiv, da cuenta magistralmente Giovanni Boccaccio en El Decamerón. Allí, el humanista relataba cómo, mientras algunos caían en desesperación y huían de sus lugares de origen, abandonando a familiares y amigos, otros se entregaban despreocupadamente a los placeres mundanos, en tanto que otros más, se aislaban en pequeños grupos para vivir sobria y moderadamente, sin privaciones y sin noticias del exterior. Las posturas hedonistas fueron expresadas también por algunos personajes de La Celestina, de Fernando de Rojas.

En función de los estragos demográficos que ocasionó y de las transformaciones que ocurrieron simultáneamente en Europa occidental, se ha visto a la peste negra como la causante de la crisis del final de la Edad Media. Sin embargo, la epidemia no acabó con el orden feudal, solo posibilitó condiciones para su reconfiguración.

En un primer momento hubo circunstancias limitadamente ventajosas para la clase subalterna (sobre todo rural), pues las mortandades y las migraciones provocaron una escasez de trabajadores. Ello incrementó la capacidad de estos grupos para obtener mejores condiciones laborales frente a los señores territoriales y los patrones urbanos. Sin embargo, en unas pocas décadas se reconstituyeron las élites aristocráticas, incorporando a nuevos integrantes procedentes de un estamento inferior –la incipiente burguesía–, pero enriquecidos debido a sus negocios manufactureros y mercantiles.

Grabado de Paul Fürst, 1656.

Asimismo, hubo importantes rebeliones de trabajadores del campo y las ciudades. Entre estas cabe mencionar las jacqueries en el centro y norte de Francia (1358); los alzamientos de campesinos y trabajadores textiles –conocidos como “uñas azules” debido a la labor de los tintoreros– en Flandes (parte de la actual Bélgica), a principios del siglo xiv; y la revuelta de los ciompi (cardadores de lana) en el norte de Italia. Estas insurrecciones exigían reducciones en las cargas tributarias que imponía tanto la Iglesia como la aristocracia, así como una ampliación de su representación política en los cuerpos de gobierno de las ciudades. Sin embargo, la mayoría de los levantamientos de la época plantearon sus demandas dentro de los propios parámetros del sistema feudal y no tenían el propósito de derrocarlo. Aún transcurrirían algunos siglos para que sucedieran las revoluciones que pusieron fin al antiguo régimen.

A ello siguió una fuerte reacción conservadora, encabezada y acaudillada por el alto clero, la “antigua” nobleza y una parte de la “nueva” aristocracia, e implementada principalmente por las órdenes mendicantes, como franciscanos y dominicos. Uno de los puntos claves de esta reacción fue la reafirmación de un discurso que legitimaba las desigualdades de este mundo frente al espejo de una supuesta “muerte igualadora”.

La danza macabra

La máxima expresión de dicho discurso fueron las célebres danzas macabras o danzas de la muerte, que proliferaron por toda Europa durante los siglos xv y xvi. En éstas, una serie de personajes que representaban las distintas jerarquías y oficios de la sociedad feudal eran interpelados y convocados a “danzar” por la propia Muerte, personificada como un ser individual o como el “doble”, en figura de esqueleto o cadáver en descomposición, de cada uno de los participantes. Además de escenificarse en templos y cementerios, estas danzas se plasmaron por escrito y en imágenes. Aunque las más afamadas pinturas murales del tema –como las de París, Francia; Lübeck, Alemania, y Basilea, Suiza– han sido destruidas en diferentes épocas y circunstancias, se conservan testimonios impresos sumamente valiosos, como las Danses macabres que imprimió Guyot Marchant desde 1485 y las ediciones con las ilustraciones de Hans Holbein el Joven.

Grabado de Hans Holbein.

Estas obras, que exhortaban a abandonar el pecado ante la certeza de la muerte y el peligro del Infierno, a la vez enfatizaban que ésta se “llevaría” por igual a nobles y plebeyos, clérigos y laicos. Por lo tanto, era poco provechoso y aun peligroso intentar una alteración, ya fuera a escala individual o colectiva, de las posiciones en la jerarquía social; la mejor alternativa era que cada cual cumpliera con los deberes propios de su rango. Otras representaciones macabras que daban cuenta de esa omnipresencia de la muerte y, a partir de ello, conminaban a renunciar a las “vanidades” mundanas fueron el Encuentro de los tres vivos y los tres muertos y el Triunfo de la muerte, uno anterior y otro contemporáneo al primer brote de peste negra, respectivamente.

Aunado a ello, el discurso de las élites también subrayaba que el Cielo mantendría un orden jerárquico de tipo monárquico-feudal. Dios –en la figura del Padre, de Cristo o de la Trinidad–, como el supremo emperador del universo, gobernaría sobre una corte estrictamente organizada a partir de la pureza, santidad y méritos espirituales de sus integrantes. No habría, pues, ninguna igualdad en el más allá, ni siquiera para los bienaventurados.

La pandemia nuestra

Los agentes patógenos y las situaciones de crisis que su propagación masiva desencadena, en sí mismos, no generan cambios en el statu quo. Es la movilización de los sectores oprimidos, marginados o excluidos de las sociedades, a veces llevados al límite, la que genera las transformaciones profundas y hace fluir las corrientes de la historia. No obstante, el estado de crisis y desconcierto que generan las epidemias también es favorable al recrudecimiento de las opresiones ya existentes, al oportunismo de la más miserable avaricia y al agudizamiento de las tendencias autoritarias e intolerantes. Es crucial encontrar la sagacidad, la imaginación y la organización para aprovechar las ventanas de oportunidad y no esperar que la sola circunstancia genere los cambios que anhelamos lograr.

Lecturas recomendadas

Baschet, Jerôme, La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América, pról. Jacques Le Goff, trad. Arturo Vázquez Barrón y Mariano Sánchez Ventura, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.

Martínez Gil, Fernando, La muerte vivida. Muerte y sociedad en Castilla durante la Baja Edad Media, Toledo, Diputación Provincial, 1996.

Infantes, Víctor, Las danzas de la muerte. Génesis y desarrollo de un género medieval (siglos xiii-xvii), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1997, (Acta Salmanticensia. Estudios filológicos, 267).

Colaboradores

Espacio para nuestros colaboradores ocasionales, quienes amablemente nos comparten sus reflexiones. En la Revista Consideraciones caben todas las opiniones.