La cuarentena de la peste, descrita por Albert Camus
Hacia finales de mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de San Roque, el santo pestífero. Pidieron al padre Paneloux que tomara la palabra en esta ocasión. Durante quince dias, dejó de lado sus trabajos sobre San Agustín y la Iglesia africana, que le había conseguido un lugar aparte en su orden. De naturaleza fogosa y apasionada, aceptó con resolución la tarea que le encomendaban. Mucho tiempo antes del sermón, ya se hablaba de él en la ciudad y, en cierto modo, marcó una fecha importante en la historia de este periodo.
La cuarentena en Orán, Argelia
La semana fue seguida por un público numeroso. Esto no quiere decir que, en tiempos normales, los habitantes de Orán fueran particularmente piadosos. El domingo, por ejemplo, los baños de mar eran una seria competencia para la misa. No era tampoco que una súbita conversión los iluminará. Pero, por una parte, estando la ciudad cerrada y el puerto prohibido, los baños no eran posibles y por otra, nuestros compatriotas se encontraban en un estado de ánimo tan particular que, sin admitir en el fondo los acontecimientos sorprendentes que los herían sentían con toda evidencia que algo estaba cambiando. Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedaran ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día, así como había llegado.
Asustados pero no desesperados, todavía no llegaba el momento en que la peste se le apareciera como la forma misma de su vida y en que olvidaran la existencia que, hasta su llegada, llevaban. En suma, estaban a la espera. Respecto a una posición de ánimo singular lejana de la indiferencia como de la pasión y que se definía muy bien con la palabra objetividad. La mayoría de los que siguieron la semana de plegarias se mantenían en la posición que uno de los fieles expresó delante del doctor Rieux: «De todos modos, eso no puede hacer daño». Tarrou mismo, después de anotar en su cuaderno que los chinos en un caso así iban a tocar el tambor ante el genio de la peste, hacia notar que era imposible saber si en realidad el tambor resultaba más eficaz que las medidas profilácticas. Añadía, solamente, que, para saldar la cuestión, era preciso estar informado sobre la existencia de un genio de la peste y que nuestra ignorancia en este punto hacía estériles todas las opiniones que se pudieran tener.
La misa como consuelo del alma
En todo caso, la catedral de nuestra ciudad estuvo casi llena de fieles a lo largo de toda la semana. Los primeros días, mucha gente se quedaba en los jardines de palmeras y granados que se extendían delante del pórtico para oír la marea de invocaciones y de plegarias que llegaba hasta la calle. Poco a poco, por la fuerza del ejemplo, esa misma gente se decidió a entrar y mezclar su voz tímida a las oraciones de los otros. El domingo, una multitud considerable invadió la nave y desbordaba hasta los últimos peldaños de las escaleras. Desde la víspera, el cielo estaba ensombrecido y la lluvia caía a torrentes. Los que estaban afuera abrían los paraguas. Un olor a incienso y a telas mojadas flotaba en la catedral cuando el padre Paneloux subió al púlpito, era de talla mediana pero corpulento. Cuando se apoyó en el borde del púlpito, agarrando el barandal con sus manos gruesas, lo único que se vio fue una forma pesada y negra, rematada por las dos manchas de sus mejillas sonrojadas, bajo las gafas de acero. Tenía una voz fuerte y apasionada que arrastraba, y cuando atacaba a los asistentes con una sola frase vehemente y remachada: «Hermanos míos, cayeron en desgracia; hermanos míos, la merecen», un estremecimiento recorría a los asistentes hasta el atrio.
Lógicamente, lo siguiente no estaba en armonía con esta introducción patética. El resto del discurso hizo comprender a nuestros compatriotas, con una oratoria hábil, que el padre había dado de una sola vez, como el que asesta un golpe, el tema de su predicación entera. Paneloux, enseguida, después de esta frase, citó el texto del Éxodo referente a la peste en Egipto y dijo: «La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón que se opuso a los designios eternos y la peste hizo que cayera de rodillas. Desde el principio de toda historia, el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Mediten en esto y caigan de rodillas».
El Azote de Dios
Afuera aumentaba la lluvia, y esta última frase, pronunciada en medio de un silencio absoluto, que el repiquetear del aguacero en los ventanales hacía aún más profundo, resonó tan fuerte que algunos oyentes, después de unos segundos de duda, se dejaron caer desde sus sillas al reclinatorio para rezar. Otros creyeron que había que seguir su ejemplo, hasta que, poco a poco, sin que se oyera más que el crujir de algún asiento, el auditorio por completo estaba de rodillas. Paneloux se enderezó, entonces respiró profundamente y volvió a comenzar en un tono cada vez más apremiante: «Si hoy la peste les afecta a ustedes, es que les llegó el momento de reflexionar. Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar.
En las inmensas granjas del universo, el azote implacable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los elegidos, y esta desdicha no fue querida por Dios. Durante mucho tiempo, este mundo transigió con el mal; durante mucho tiempo, descansó en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. Y, para el arrepentimiento, todos se sentían fuertes; todos estaban seguros de sentirlo cuando llegara el momento. Hasta tanto, lo más fácil era dejarse ir: la misericordia divina haría el resto. ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo inclinó sobre los hombres de nuestra ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, apartó de ellos su mirada. Privados de la luz divina, ¡henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste!».
Un miedo latente
En la sala, alguien jadeó como un caballo impaciente. Después de una corta pausa, el padre recomenzó tono más bajo: «Se lee en la Leyenda dorada que en tiempos del rey Humberto, en Lombardía, Italia fue asolada por una peste tan violenta que apenas eran suficientes los vivos para enterrar a los muertos, encarnizándose sobre todo Roma y en Pavía. Y apareció visiblemente un ángel bueno que daba órdenes al ángel malo que llevaba una lanza de cazador, y le ordenaba pegar ésta en las casas; y de las casas salían tantos muertos como golpes recibían de la lanza».
Paneloux tendió en ese momento los brazos en la disección del atrio, como si se señalara algo tras la cortina movediza de la lluvia: «Hermanos míos -dijo con fuerza- es la misma caza mortal la que se corre en la actualidad por nuestras calles. Véanlo, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante el mismo mal. Erguido sobre sus tejados, con la lanza roja en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de sus casas.
Quizá, en este instante mismo, su dedo apunta a su puerta la lanza suena en la madera, y en el mismo instante, acaso la peste entra en su casa, se sienta en sus cuartos y espera su regreso. Está ahí paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo. La mano que les tenderá, ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sépanlo bien, la vana ciencia de los hombres, podrá ayudarlos a evitarla. Y heridos en la sangrienta era del dolor, serán arrojados con la paja».
Predicciones Biblícas
Aquí, el padre volvió a tomar con más amplitud todavía la imagen patética del azote. Evoco la lanza inmensa de madera girando sobre la ciudad, hiriendo al azar, alzándose ensangrentada, goteando la sangre del dolor humano, «para las simientes que prepararán las cosechas de la verdad».
Al final de tan largo periodo, el padre Paneloux se detuvo; el cabello le caía sobre su frente, el cuerpo permanecía agitado por un temblor que sus manos comunicaban al púlpito y recomenzó sigilosamente, pero en un tono acusador: «Sí, llegó la hora de meditar. Creyeron que les bastaría con venir a visitar a Dios los domingos para ser libres el esto del tiempo. Pensaron que arrodillarse unas cuantas veces los compensarían de su despreocupación criminal. Pero Dios no es tibio.
Esas relaciones espaciadas no bastan su devoradora ternura. Quiere verlos ante Él más tiempo, es su manera de amarlos; a decir verdad, es la única manera de amar. He aquí por qué cansado de esperar su venida, hizo que la plaga los visite como visitó a todas las ciudades de pecado desde que los hombres tienen historia. Ahora saben lo que es el pecado como lo supieron Caín y sus hijos, los de antes del diluvio, los de Sodoma y Gomorra, Faraón y Job y también todos los malditos. Y como todos ellos, extienden ahora una mirada nueva sobre los seres y las cosas desde el día en que esta ciudad ha cerrado sus murallas en torno a ustedes y a la plaga. En fin, ahora ustedes saben que hay que llegar a lo esencial».
Fragmento del libro
Camus, Albert, La Peste, Mirlo, 2016, México, p. 110-116