Gato con Lentes

La grandeza humana se origina en el destierro

Redacción


consideratum

8 diciembre, 2019 @ 8:51 am

La grandeza humana se origina en el destierro

¿Se ha compuesto el himno del destierro, esa potencia creadora del Destino, que levanta al hombre en su caída y concentra en la dura opresión de la soledad, nuevamente y en un orden nuevo, las fuerzas conmovidas del alma?

Sólo quien sabe de sus honduras conoce íntegra la vida

Siempre culparon los artistas al destierro como aparente obstáculo del ascenso, como inútil intervalo, como interrupción cruel. Pero el ritmo de la Naturaleza quiere éstas censuras forzadas. Pues sólo quien sabe de sus honduras conoce íntegra la vida. El impulso de reacción es lo que comunica al hombre toda la fuerza de su pujanza.

Los más altos mensajes de la humanidad han venido del destierro

El genio creador, sobre todo, necesita temporalmente este aislamiento forzado para medir desde la profundidad de la desesperación, desde la lejanía del destierro, el horizonte y la altura de su verdadera misión. Los más altos mensajes de la Humanidad han venido del destierro; los creadores de las grandes religiones: Moisés, Cristo, Mahoma, Buda, todos tuvieron que entrar en el silencio del desierto, en “el no estar entre los hombres”, antes de poder pronunciar la palabra decisiva. La ceguera de Milton, la sordera de Beethoven, la cárcel de Dostoiewski, la prisión de Cervantes, el encierro de Lutero en la Wartburg, el destierro de Dante y la expatriación voluntaria de Nietzsche a las zonas heladas de la Engadina, fueron exigencias del propio genio, ordenadas secretamente contra la voluntad despierta del hombre mismo.

La riqueza permanente debilita

Pero también en el terreno bajo más firme de la política, una ausencia temporal da al hombre de Estado nueva lozanía en la mirada y mayor intensidad para pensar y calcular el juego de las fuerzas políticas. Nada más propicio para una carrera que su interrupción temporal, pues el que ve el mundo siempre desde arriba, desde la nube imperial, desde la altura de la torre de marfil del Poder, no conoce otra cosa que la sonrisa de los subordinados y su peligrosa complacencia; el que siempre sostiene en las manos la medida, olvida su verdadero valor.

Nada debilita tanto al artista, al general, al hombre de Poder, como el éxito permanente a voluntad y deseo. En el fracaso es donde conoce el artista su verdadera relación con la obra: en la derrota, el general, sus faltas, y en la pérdida del favor, el hombre de Estado, la verdadera perspectiva política. La riqueza permanente debilita; el aplauso constante hace insensible; únicamente la interrupción procura el ritmo que trabaja en el vacío nueva tensión y elasticidad creadora. Únicamente la desgracia da mirada profunda y extensa para la realidad del mundo. Enseñanza dura, pero enseñanza y aprendizaje es todo destierro: al débil le amasa de nuevo la voluntad, al indeciso le hace enérgico; al duro, más duro aún. Nunca es el destierro para el verdadero fuerte una mengua: es siempre un tónico de su fuerza.

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Imagen: RosyRamales.com

El destierro de Fouché

El destierro de José Fouché dura más de tres años, y la isla solitaria e inhóspita adonde es enviado se llama la pobreza. Ayer aún procónsul, colaborador en el destino de la Revolución, para caer desde los tramos más altos del Poder en una oscuridad tal, en tanta suciedad y tanto lodo, que se borran y pierden sus huellas. El único que entonces pudo verlo, Barras, da una descripción conmovedora de la miserable buhardilla bajo las nubes donde Fouché habita con su mujer fea y sus dos hijos malsanos y pelirrojos, albinos de fealdad excepcional. En el quinto piso, en un cuarto sucio, sin ventilación, horriblemente achicharrado por el sol se esconde el caído ante cuya palabra temblaron millares de seres y que, al cabo de algunos años, ha de levantarse nuevamente como Duque de Otranto y tener en su mano el timón del destino europeo…

El mismo que ahora no sabe con qué dinero podrá comprar al día siguiente leche para sus hijos, ni cómo pagar el alquiler mísero y menos aún cómo defender la vida destrozada ante enemigos innumerables e invisibles, ante los vengadores de Lyon.

Nadie, ni su más fiel y concienzudo biógrafo, Madelin, puede realmente decirnos de qué fue viviendo en esos años de miseria. No cobra ya sueldos como diputado; su fortuna personal la ha perdido en una rebelión de Santo Domingo; nadie se atreve a colocar públicamente, a dar trabajo al “mitrailleur de Lyon“; todos los amigos le han abandonado; evitan su encuentro. Se ocupa en los negocios más extraños y oscuros, y, según dicen, no es una fábula, sino un hecho verídico, que el futuro Duque de Otranto se dedicó por entonces a cebar cerdos. Pero no tarda en ocuparse en un negocio mucho menos limpio: el de espía de Barras, el único de los nuevos poderosos que con una extraña compasión sigue recibiendo al desgraciado.

Fouché, el inventor de la policía política moderna

Naturalmente, no en la sala de audiencia del Ministerio, sino en cualquier parte, a oscuras; allí le echa al pordiosero pertinaz de vez en cuando, como una limosna, un pequeño negocio sucio: un aprovisionamiento al ejército, un viaje de inspección; siempre un pequeño lucro que sostiene por quince días a flote al engorroso. Pero a través de esas múltiples pruebas, descubre Fouché su verdadero talento. Barras tiene ya entonces una serie de proyectos políticos, desconfía de sus colegas y para ello puede utilizar muy bien a un soplón particular, a un espía y moscardón subterráneo que no pertenezca a la política oficial: una especie de detective particular.

Para eso sirve Fouché divinamente. Escucha y espía, penetra en las casas por las escaleras de servicio, obtiene de todos los conocidos el chismorreo del día y va con esta sucia baba del público, secretamente, donde está Barras. Y cuanto más ambicioso se va haciendo Barras, mientras más ávidamente vislumbran sus proyectos un golpe de Estado, le es más preciso Fouché. Hace ya mucho tiempo que le estorban en el Directorio (el Consejo de los cinco, que domina ahora en Francia) las dos únicas personas honradas -Carnot, sobre todo, el hombre recto de la Revolución Francesa- y trata de desembarazarse de ellos.

Pero quien proyecta un golpe de Estado y trama conspiraciones necesita, sobre todo hombres “á tout faire“, “bravis” y “bulos“, como los llaman los italianos; personas sin carácter y en quienes, no obstante, se puede confiar; para eso sirve Fouché como nadie. El destierro es su escuela para Ia carrera, y en ella desarrolla su talento futuro como maestro de la Policía.

Fragmento del libro:

Zwieg, Stefan, Fouché, el genio tenebroso, Editorial Época, (1999), México, pp. 97-100.

Redacción

Artículos realizados por la mesa de redacción de la Revista Consideraciones.