La Decena Trágica: un ensayo de terrorismo de Estado
La Guardia del Presidente
PARA PROTEGER la persona del Presidente de la República había sido creada una fuerza militar desde el tiempo en que gobernaba al país el general Porfirio Díaz. “Escuadrón de Guardias de la Presidencia” se denominaba aquella corporación formada por personal rigurosamente seleccionado, de buena presencia física e intachable conducta.
El escuadrón estaba perfectamente instruido, muy bien armado—pistola, sable y carabina—y montado. Su alojamiento era un cuartel que existía en la Plaza de la Ciudadela, precisamente frente a la fortaleza, plaza de por medio, y el servicio del personal consistía en proporcionar diariamente una guardia en el Bosque de Chapultepec, y en dar servicio en el recinto del Castillo en donde estaban las habitaciones particulares del Presidente de la República y de sus familiares.
Debían asimismo dar escoltas montadas, estableciendo por las noches, cuando el Presidente regresaba del Palacio Nacional o cuanto tenía que concurrir a alguna función teatral o visita social, parejas de guardias en el trayecto del Paseo de la Reforma. Daban también servicio de estafeta al Estado Mayor Presidencial, así en el Palacio Nacional como en el castillo de Chapultepec.
Escoltaba toda la corporación al Primer Mandatario en sus solemnes asistencias oficiales: al rendir informes ante la cámara de Diputados, al desfile militar del 16 de Septiembre o del 5 de Mayo, a la ceremonia del “Grito” en el Palacio, al reparto de premios al Colegio Militar o al rendir homenaje a los héroes de la patria. Cuando el jefe del Estado Mayor Presidencial lo estimaba conveniente, personal del escuadrón, vestido de paisano y armado de pistolas ocultas, hacía servicio secreto de guardaespaldas del Presidente.
El personal del escuadrón era joven, apto, voluntario, bien seleccionado y magistralmente instruido: ¡parecía una escuela militar! A ese brillante escuadrón pertenecía el que esto escribe con el grado de subteniente, adonde había llegado por órdenes directas del presidente Madero, procedente de las fuerzas revolucionarias que habían andado con él.
Era yo el único elemento de origen revolucionario que ingresaba como oficial a las filas del ejército regular y, excepcionalmente, al seno de una corporación tan distinguida. Aquella Guardia Presidencial era íntegramente, sin faltar ninguno de sus miembros, la que había escoltado y cuidado al general Porfirio Díaz desde que fue formada hasta que el viejo dictador hubo de salir al exilio y embarcarse en Veracruz con destino a Europa. Esa guardia lo acompañó hasta el pie de la escala del navío “Ipiranga”, y allí, con lágrimas en los ojos, lo vio partir hacia el destino de donde no habría de volver más a la patria. Esa lealtad, ese cariño para el viejo Presidente, esa ternura en su despedida, quizás conmovieron al propio nuevo presidente, Madero, quien conservó la misma guardia sin quitar ni a su comandante.
Allí fui a dar y tuve en verdad una gran acogida. Aquella gente distinguida eran militares de una pieza, además de correctos y decentes; claro que tenían un grato e imperecedero recuerdo de don Porfirio Díaz, pero de él, para ellos, no quedaba más que la remembranza. La abnegación y el deber estaban ahora con el nuevo Presidente de la República, quien, por lo demás, era un representante legítimo del pueblo que lo había elegido por unanimidad de votos. Además, era una persona amable, culta y que desbordaba simpatía.
Incluso se daba la feliz coincidencia de que Madero fuese gran aficionado a los caballos y jinete muy consumado a la usanza moderna del albardón, y la Guardia Presidencial era campeona en el ejército en cuestiones ecuestres por la calidad de su personal muy bien instruido y la magnificencia de su caballada. Madero montaba casi a diario; y sin falta los domingos. Hacía grandes recorridos al trote inglés o al galope y lo acompañaba personal del escuadrón. Don Porfirio Díaz, por su avanzada edad y sus achaques físicos, no montaba. Madero lo hacía muy bien. Solía caminar—a pie—largos tramos del Paseo de la Reforma y contrastaba la alegría y la sonrisa de su rostro con la adustez del ido.
Diez días que trastocaron el gobierno maderista
Aquel domingo 9 de febrero de 1913, por la mañana temprano me disponía a cumplir el servicio que me señalaba el rol; cubrir la guardia en la entrada de la rampa del Cerro de Chapultepec. Revistaba a mis hombres en el patio del cuartel y ya nos disponíamos a marchar cuando estalló el cohete.
Uno de los guardias de la pareja que hacía servicio en el Estado Mayor Presidencial, en el Palacio Nacional, nos puso al tanto por teléfono de las novedades que acababan de ocurrir: los componentes de la Escuela Militar de Aspirantes, ubicada en Tlalpan, se habían trasladado, en tranvías eléctricos requisados, al Zócalo de la ciudad de México y, descendiendo rápidamente, al paso veloz, asaltado las tres guardias establecidas en el Palacio Nacional, posesionándose de él. También ocuparon las torres de la Catedral. L
a compañía de infantería de la Escuela de Aspirantes se hizo sorpresivamente del Palacio Nacional, mientras el escuadrón de caballería de la propia escuela se trasladaba por tierra hacia México y posiblemente ya había llegado o estaba llegando. Nos decía también el guardia que el comandante militar de la plaza, general Lauro Villar, que no se hallaba en el recinto cuando lo tomaron los aspirantes, había reaccionado rápidamente y con un puñado de tropas leales que sacó del cuartel de San Pedro y San Pablo, se introdujo en el propio Palacio Nacional por la parte trasera del Zócalo, es decir, por el cuartel de zapadores, arrancándoselo de las manos, también por sorpresa, a los infidentes aspirantes.
Que el Palacio Nacional, nuevamente en poder de tropas leales, fue atacado por fuerzas rebeldes encabezadas por el general Bernardo Reyes, quien acababa de ser puesto en libertad de la prisión militar de Santiago Tlatelolco en donde estaba recluido, por fuerzas sublevadas de la guarnición, y que también habían libertado de la Penitenciaría al otro preso, general Félix Díaz. Que hacía apenas unos minutos se había registrado un tremendo combate entre los rebeldes, encabezados por el general Bernardo Reyes, que trataban de tomar el Palacio Nacional, y las fuerzas leales.
Que resultaron centenares de militares infidentes muertos o heridos, y así como gran número de paisanos curiosos que ocurrieron a presenciar los acontecimientos. Que, finalmente, el general Reyes había perecido en la trifulca, muerto por los disparos de una ametralladora emplazada en la Puerta Mariana del Palacio. También se sabía que los rebeldes repelidos se dirigían ahora hacia La Ciudadela con el general Félix Díaz al frente. El combate trabado entre los defensores leales del Palacio Nacional y los atacantes rebeldes había sido, aunque breve, muy intenso, y el Zócalo estaba totalmente cubierto de cadáveres, especialmente de gente civil que habiendo ido a curiosear los acontecimientos fue sorprendida por el intenso fuego de las ametralladoras.
El capitán primero, comandante de nuestro escuadrón, se encontraba con permiso fuera de la capital; el capitán segundo y uno de los tenientes también estaban fuera en comisión de servicio; en el escuadrón sólo quedábamos dos tenientes y tres subtenientes; el más antiguo de los tenientes habría de asumir el mando.
Desde luego fue suspendido el servicio que iba a desempeñar en la guardia de la rampa de Chapultepec, relevando a mi colega el subteniente Martínez Luna. Mi pelotón y yo cambiamos rápidamente de indumentaria; nos quitamos los uniformes de paño y nos vestimos de dril. La tropa fue subida a la azotea del cuartel y colocada tras de sus pretiles para resistir desde allí al enemigo que, según se decía, iba hacia allá.
Como a las nueve de la mañana llegaron los dos guardias que habían ido desde temprano a Chapultepec con el objeto de acompañar al presidente Madero en el recorrido que, a caballo, solía hacer todos los domingos. Aquel domingo 9 de febrero, no había salido a recorrer algún lugar de los alrededores de la capital. Montó, sí, pero para dirigirse al Palacio Nacional; y lo escoltaron cadetes del colegio Militar. Fue un recorrido—temerario—del Paseo de la Reforma al Zócalo. En la Fotografía Daguerre, ubicada en la Avenida Juárez, tuvo que detenerse: hacían fuego francotiradores del enemigo. En aquel histórico lugar, conociendo, como conocía los hechos ocurridos en el Zócalo así como que estaba herido el comandante de la plaza, general Lauro Villar, designó para sustituirlo al general Victoriano Huerta. Los guardias contaban que presenciaron el Zócalo cubierto de cadáveres y que, como iban al lado del presidente Madero, habían oído a felicitación de éste al general Villar:
–Es usted un hombrote, general Villar.
–Señor Presidente, los hombrotes son estos soldados que han estado en la cadena de tiradores.
Toda esa mañana fue de inseguridad e indecisión. La comandancia militar, considerando la importancia de la Ciudadela, destacó como jefe del punto al mayor de órdenes, general Manuel Villarreal, quien asumió el mando de inmediato. Quedábamos, pues, directamente a sus órdenes.
Que el escuadrón montado salga de su cuartel y se incorpore a Palacio Nacional. Que sostengan y esperen los refuerzos que han sido ordenados. El teléfono no cesaba de funcionar, pero no transmitía nada preciso, claro. Las azoteas de La Ciudadela que teníamos frente a nuestro cuartel, plaza de por medio, estaban coronadas por los obreros de los talleres ahí instalados y por gran número de policías a pie, quienes, dispersos, habían ido incorporándose.
A nuestro cuartel llegó un escuadrón pie a tierra de la gendarmería montada y, desde luego, fue a sumarse a nuestros guardias en los pretiles de la azotea. Más tarde fue bajado para ser conducido a otra parte. Llegó el inspector de la policía mayor, Emiliano López Figueroa, y se marchó prometiendo enviar el batallón de seguridad, a cuyos miembros apodaba el pueblo los “ratones” por vestir un uniforme gris que los asemejaba a dichos roedores.
Se hablaba al Palacio Nacional y nada se sabía ni daban orden alguna. Se creía que el Presidente había salido del recinto y, más tarde, de la capital; se creía que iba en automóvil a Cuernavaca a refugiarse con las fuerzas que mandaba el general Ángeles, comandante militar del estado de Morelos.
Se acerca la traición
En esa confusión de noticias y en esa incertidumbre apareció el enemigo por las calles de Bucareli y se detuvo donde se erguía el reloj. Tanto los de la Ciudadela como nosotros abrimos fuego, que resultaba ineficaz para unos y otros, pues los rebeldes no daban bien a la cara. Habían emplazado una sección de cañones al pie del reloj y lanzaron un cañonazo hacia la Ciudadela. Un corneta de órdenes de la propia ciudadela ordenó “cesar el fuego”. Un grupo de rebeldes fue hasta la puerta central de la fortaleza y penetró tranquilamente al interior. Habían triunfado sin combatir, con la eficaz ayuda de la traición emboscada entre los propios defensores del recinto. Había sido asesinado el jefe de punto, general Manuel Villarreal, y cientos de policías armados apostados en los pretiles fueron abatidos por el fuego de las ametralladoras por la espalda.
La ciudadela era del dominio del enemigo; y por si ello fuera poco, el batallón de seguridad (los “ratones”), que habían prometido enviar a reforzar a los defensores, llegó, pero no a reforzarlos, sino a unirse con los de la cuartelada al grito de: “¡Viva Félix Díaz! y muera Madero!”
Sólo quedaba el escuadrón de guardias de la presidencia sin rendirse, pues los rebeldes se habían posesionado en la Ciudadela y penetrado en su interior, Reinaba confusión y desorden entre los que llegaban y era propicio el momento para hacer algo.
Yo, único maderista de origen dentro del escuadrón porfiriano, que sentía hondamente lo que estaba ocurriendo, sugerí al teniente que había asumido el mando: –Aprovechemos la confusión y salgamos; es el momento adecuado y único. La caballada está ensillada y todo es cuestión de montar, abrir de par en par el portón y salir a aire vivo. No se darán cuenta los rebeldes, y si se dieran, a los cinco minutos habremos volteado la calle y estaremos a cubierto de su fuego. Así llegaremos hasta el Palacio Nacional en cumplimiento de nuestro deber.
Titubeó; no se atrevió y el tiempo corría velozmente. Los triunfadores se dieron cuenta de que nuestra fuerza no estaba todavía bajo su control, y mandaron llamar al que fuera comandante para que se presentara ante el propio Félix Díaz. Allá fueron, sumisos, nuestros dos tenientes, el comandante accidental y el que le seguía, y quedamos con la fuerza de los dos subtenientes.
Tardaron más de dos horas conferenciando. Ya caía la tarde cuando regresaron; nuestro comandante traía un papel en la mano y parecía satisfecho. Mandó que toda la fuerza se formara en el patio, y tras pronunciar una cuantas palabras, dio lectura al documento que llevaba y que en síntesis decía que el Escuadrón de Guardias de la Presidencia era el mismo que había servido al general Porfirio Díaz hasta que éste hubo de exiliarse, y que por un deber militar servía ahora al Presidente actual de la República; pero reconocía, dado su origen, la pureza del movimiento militar contra el gobierno, aunque no estaba de acuerdo en secundarlo, dada su especial misión de dar protección a la persona del mandatario. Los rebeldes no permitirían que el escuadrón se incorporara a cumplir su específico deber y en consecuencia se pactaba entre ambas partes (Félix Díaz y escuadrón de guardias) que esta fuerza no sería desarmada, pero sí se comprometería a permanecer neutral mientras durara el desarrollo de los acontecimientos.
Allí terminaba el documento y allí terminaba también la vida limpia de un escuadrón que era sepultado ignominiosamente en el estiércol, pudiendo haber hecho algo grande o, al menos, haber sucumbido cumpliendo con su deber.
–¡Escuadrón! ¡Saludo! ¡Rompan filas!
Nos invadía una ola de tristeza a todos.
Fragmento del libro:
Urquizo L., Francisco, Memorias de campaña , Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 15-25