Cuando se está enamorado, es imposible la infidelidad
La sexualidad ordinaria y la extraordinaria (enamorado)
Según una idea muy difundida, la diferencia entre la sexualidad humana y la animal, reside en que la animal es cíclica, aparece de manera explosiva en la estación de los amores y luego desaparece. En el hombre, en cambio, suele decirse, el deseo sexual es algo continuo, siempre presente y si no se manifiesta con intensidad es porque se halla reprimido. La sexualidad se coloca al mismo nivel que otras «necesidades», tales como el sueño o la comida, algo siempre presente en cantidades casi constantes, día tras día. Esta concepción se ha difundido con la vulgarización del psicoanálisis. En efecto, Freud, que buscaba una energía vital originaria, la identificó en un primer momento con la sexualidad. Ahora bien, la energía vital, ya que estamos vivos, debe ejercerse de manera continua. Sobre este postulado se basan en la actualidad todos los discursos sobre la miseria sexual, fruto de la represión y del dominio que, de acuerdo con las oscuras reflexiones de Reich y Marcuse, nutren los comentarios de tantas indagaciones demoscópicas.
El sexo en la vida ordinaria, como una experiencia segura pero común, gris, opaca
¿Qué se descubre continuamente en estas investigaciones? Que los hombres y las mujeres tienen un número limitado de relaciones sexuales a la semana, más bien breves y casi siempre con el mismo compañero/a. La sexualidad es así continua, escasa y poco intensa; casi tanto como el comer y el beber. A pesar de ello nos queda la impresión de que no debería ser así y, más aún, de que puede ser totalmente diferente. ¿De qué deriva esta certeza?
Esta me parece la respuesta: todos los hombres y mujeres tienen períodos de su vida en los que la experiencia sexual es frecuente, intensa, extraordinaria y exultante y desearían que siempre fuera así. Estos períodos extraordinarios se toman como patrón de la sexualidad cotidiana, ordinaria, que se mide en las investigaciones demoscópicas y que es la que vivimos casi habitualmente.
Si reflexionamos sobre el hecho de que todos hemos experimentado breves períodos de sexualidad extraordinaria y largos períodos de sexualidad ordinaria deberíamos concluir que, en realidad, también en el hombre la sexualidad no es algo continuado como comer y beber. Es más bien algo que existe siempre, como las otras «necesidades», en su forma ordinaria, y que asume una forma y una intensidad totalmente diferente, extraordinaria, en ciertos períodos: los del amor.
La sexualidad extraordinaria, producto del idilio amoroso
En el hombre no existe un ciclo biológico de la sexualidad. En él, como en los animales, la sexualidad es discontinua y se presenta en toda su magnificencia sólo en los períodos del amor. En estos períodos la sexualidad es algo inagotable y, sin embargo, llega a extinguirse por completo. En esos períodos vivimos días abrazados permanentemente a la persona amada y no sólo no tenemos en cuenta las «relaciones sexuales» y su duración, sino que cada mirada, cada contacto, cada pensamiento dirigido al amado tiene una intensidad erótica cien, mil veces superior a la de una «relación sexual» común.
En esos momentos toda nuestra vida física y sensorial se dilata, se hace más intensa; sentimos olores que no sentíamos, percibimos colores, luces que no veíamos habitualmente, y también se amplía nuestra vida intelectual porque descubrimos relaciones que antes creíamos opacas. Un gesto, una mirada, un movimiento de la persona amada nos habla en profundidad, nos habla de ella, de su pasado, de cuando era un niño o niña comprendemos sus sentimientos, comprendemos los nuestros. En los otros y en nosotros mismos intuimos de pronto lo sincero y lo que no lo es y sólo porque nos hemos vuelto sinceros. Pero sabemos crear un universo de fantasía en el que nunca nos cansamos de reencontrar a nuestro ser amado. Y la sexualidad que irrumpe, el deseo de placer y de dar placer invade todo Io que proviene del amado, del que amamos todo, hasta el interior de su cuerpo, sus órganos, sus entrañas.
La relación sexual se convierte entonces en un deseo de estar en el cuerpo del otro, un vivirse y un ser vivido por él en una fusión corpórea pero que se prolonga como ternura por las debilidades del amado, sus ingenuidades, sus defectos, sus imperfecciones. Entonces logramos amar hasta una herida de él transfigurada por Ia dulzura.
Enamorarse es entregarse a un ser único, por eso no cabe la infidelidad
Pero todo esto se dirige a una persona sola y sólo a ella. En el fondo no importa quién sea, sino que con el enamoramiento nace una fuerza terrible que tiende a nuestra fusión y hace a cada uno de nosotros insustituible, único para el otro. El otro, el amado, se convierte en aquel que no puede ser sino él, el absolutamente especial. Y esto ocurre aun contra nuestra voluntad y no obstante durante mucho tiempo seguimos creyendo que podemos pasar sin él y encontrar esa misma felicidad con una persona diferente.
Pero no es así, basta una breve separación para volvernos a confirmar que él es portador de algo inconfundible, algo que siempre nos faltó y que se ha revelado a través de él y que sin él no podremos volver a encontrar. Y a menudo hasta podemos identificar un detalle: las manos, la forma del seno, un pliegue del cuerpo, la voz, cualquier cosa, que representa, simboliza su diversidad y su unicidad. Es el «signo», el «carisma». El eros, la sexualidad extraordinaria, es monógamo.
Los hechos, por lo mismo, nos demuestran que nuestra sexualidad se manifiesta de manera común, cotidiana y de manera extraordinaria, discontinua. Y esto ocurre en momentos particulares, que son los del enamoramiento y del amor apasionado, total. La sexualidad ordinaria, como el comer y el beber, nos acompaña cuando nuestra vida actúa de manera homogénea, como el tiempo lineal del reloj. La sexualidad extraordinaria aparece, en cambio, en los momentos en que el impulso vital busca nuevos y diferentes caminos; entonces la sexualidad se convierte en el medio con el que la vida explora las fronteras de lo posible, los horizontes de lo imaginario y la naturaleza el estado naciente.
Esta sexualidad está vinculada a la inteligencia y la fantasía, el entusiasmo, Ia pasión, fundida con ellos. Pero su naturaleza es la de subvertir, transformar, romper los lazos precedentes. El eros es una fuerza revolucionaria aunque limitada a dos personas; y en la vida, se llevan a cabo pocas revoluciones. Por esto mismo la sexualidad extraordinaria no puede manejarse según nuestro gusto, sino que marca nuestros giros vitales o las tentativas de cambio y es por ello riesgosa. Para nosotros es una continua aspiración y una fuente de permanente nostalgia pero la tememos. Para defendernos de ella usamos la misma palabra para indicar el eros y la sexualidad cotidiana, o sea el comer y el beber del sexo, sobre lo que hacemos indagaciones demoscópicas para volver a descubrir siempre las mismas cosas, cosas que ya sabemos pero que nos tranquilizan porque nos dicen que también los otros viven la misma «miseria sexual», es decir, nuestra misma cotidianeidad.
Pero las indagaciones también sirven para engañarnos. Y lo hacen indicándonos la posibilidad de aumentar nuestra felicidad pasando, por ejemplo, de cuatro a diez relaciones sexuales, tal vez más largas y esto es lo excitante con personas diferentes. Engañarnos porque, cuando nos movemos dentro de la sexualidad ordinaria, tener relaciones con la misma persona o con noventa y ocho personas diferentes no cambia nada. Quien lo ha probado lo sabe, porque en general lo ha probado justamente cuando quería reemplazar a la única persona que, por sí sola, hubiera podido ofrecerle la totalidad y la paz para esos momentos de tiempo que, subjetivamente, son momentos de eternidad.
Acostumbrados como estamos a medir cada cosa con el patrón del tiempo físico del reloj, olvidamos que en la sexualidad extraordinaria del amor el tiempo es diferente. En el budismo japonés, para indicar las dos formas de vida feliz se usan las expresiones nin y ten. El nin es el mundo de la paz y la tranquilidad cotidiana, el ten el momento extraordinario de la emoción y el amor. Por lo tanto el nin es alegría, y un día de nin corresponde a un año de un mundo sin tranquilidad. Pero un día de ten corresponde a mil o diez mil años de tiempo. En el estado naciente directamente se tiene la eternización del presente. Y cuando perdemos nuestro amor la espera de una hora se convierte en una espera de años o de siglos, y la nostalgia del instante de eternidad nos acompaña siempre.
Fragmento del libro
Alberoni, Francesco, Enamoramiento y amor, Gedisa, España, 2008, pp. 15-19.