A Oaxaca se le murió el alma. Adiós, maestro Toledo
La primera vez que lo vi fue frente a mi escuela. Iba a un bachillerato que estaba a dos cuadras de su lugar de trabajo, en el centro de Oaxaca. A diario pasaba enfrente, y desde los salones que daban hacia la calle se le veía caminar, siempre reflexivo. Para nosotros, los estudiantes del bachillerato, era un vecino; para los mexicanos, ya era un orgullo; para el mundo, era el artista internacional Francisco Toledo.
Lo encontrábamos al paso con mucha frecuencia. En ese entonces los profesores nos decían que Toledo era un pintor importante y era una suerte tenerlo avecindado. En los días escolares sólo era un señor a quien veía, ensimismado. No saludaba a nadie –cosa rara en una ciudad en donde todos se dan los buenos días–, pero jamás dejaba una mano extendida o un saludo sin responder. Era el señor silencioso, con el pelo desordenado, que había donado el edificio del IAGO, donde colocó la magnífica biblioteca a la cual acudíamos a consultar su acervo para aprobar las asignaturas. “Qué fortuna”, decía un profesor, “poder saludar a diario a uno de los más grandes artistas de nuestra historia”. Tenía razón.
Luego dejamos de verlo, porque donó su lugar de trabajo para convertirlo en un centro cultural. Ahí fundaron “El pochote”, un espacio mal aprovechado por los oaxaqueños, donde proyectaban cine de arte cuando era muy difícil conseguir películas de ese tipo. Así dejó de ser nuestro vecino.
Pero la vida de un oaxaqueño de finales del siglo XX no puede ser sin la gigantesca sombra protectora de Francisco Toledo.
Hacia finales del milenio, el maestro ya tenía dos décadas en la filantropía. Miles de habitantes de la capital oaxaqueña han utilizado los recursos que el maestro gestionó o donó, porque el dinero que ganaba lo utilizaba para promover la cultura y la educación de una ciudad que se precia de su histórica cultura. Y después hizo mucho más. Gracias a sus esfuerzos existen el Centro Cultural Santo Domingo, la Casa de la Cultura Oaxaqueña, la Casa de la Cultura de Juchitán, el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca y el Centro de las Artes San Agustín y mucho más. Media vida cultural se le debe al maestro Toledo.
De la firma de un convenio con el gobierno de Oaxaca para la creación de alguno de estos recintos, recuerdo un video de todos firmando con sus costosas plumas fuente: el gobernador, dos o tres millonarios y funcionarios con traje. Toledo sacó su pluma Bic y firmó donde le correspondía, en varios documentos. Los aplausos sonaron y los convenios se guardaron en sendas carpetas para su resguardo institucional. El maestro tomó sus hojas con los importantísimos autógrafos y, ante las miradas incrédulas, los dobló una vez, luego, otra, y lo guardó en la bolsa trasera de su pantalón. El retrato perfecto de Don Francisco Toledo.
Su generosidad se volvió mítica. En la Ciudad de México escuché, alguna vez, que en una ocasión el maestro entró a una librería y, por su aspecto, el encargado le pidió a un empleado que lo echara del lugar. Francisco Toledo siempre vistió con sencillez y no le importaban las formalidades impuestas por la plancha o el hilo y la aguja. El empleado lo defendió. ¿Por qué alguien como él no podía disfrutar de los libros, aunque no los comprara? El jefe de librería, a regañadientes, aceptó. Toledo lo escuchó y se fue. Quién sabe si compró o no algún libro, pero tiempo después, el empleado recibió una obra de arte del mismísimo Toledo. Lo simbólico nunca dejó de ser un halo para el maestro, en lo mítico y en lo tangible.
Cierto o no, es irrelevante. Su generosidad no era mítica, sino real. Amigos cercanos fueron receptores de ella. Anotaré sólo un caso, el de un querido amigo, músico, con un problema ocular. Ni su economía podía resolverlo, ni las instalaciones médicas oaxaqueñas tenían la capacidad de solucionarlo. Toledo lo conoció, se interesó y decidió, sin más, ayudar. ¿Para qué debería servir el dinero, sino para cosas, así? ¿Para qué acumularlo hasta pudrirse, si puede ser la salvación de alguien más, si puede ser la catapulta de cientos, de miles de talentos, si puede educar a la mitad de los oaxaqueños?
La filantropía no sólo es cuestión monetaria. Francisco Toledo era un defensor de Oaxaca, y en su reconocimiento internacional se hallaba el escudo que protegía a cientos de ciudadanos en las complejas y constantes batallas contra las injusticias de los gobiernos. Por ejemplo, su voz fue importantísima en la defensa de los presos políticos de la APPO. Otro ejemplo: la instalación de un McDonalds en el hermoso centro de la ciudad fue impedida por las protestas del maestro, quien sacó un puesto de tamales para regalarlos y la gente se arremolinó para ayudarle y señalar, al gobierno, que nadie quería ese negocio en el centro de la bellísima capital. Con este acto demostró, otra vez, que el símbolo pesa más que el dinero. Su presencia era un músculo vital contra el poder. Y ahora ya no está. Maldito sea el cáncer.
Después de la revuelta popular en Oaxaca, en el 2006, Francisco Toledo, para muchos, ya no era el mismo. El “maestro Toloache”, solían llamarle algunos igualados. Nunca supe porqué, pero entendí que era un sobrenombre amigable, porque en ese movimiento se ganó o acrecentó las simpatías de miles: el maestro Toloache nunca fue omiso antes las injusticias sociales y, en esa breve revolución contra el mal gobierno, sabía bien qué lado debía apoyar y se colocó, por supuesto, del lado de los profesores y de ese gigantesco grupo, la APPO, que quería derribar a un gobernador sin escrúpulos. Quizá aquí valdría la pena anotar –porque la figura es ideal para un panegírico sobre el maestro–, que en la revuelta popular oaxaqueña, Toledo sabía de qué lado mascaba la iguana.
Hace cinco años imprimió, en papalotes, los rostros de 43 chicos, estudiantes, que querían ser profesores. Toledo se sumó así a las protestas contra la desaparición de los 43 de Ayotzinapa. Con sus protestas, detuvo el ecocidio y la mega estafa que representaba la construcción del Centro de Convenciones de Oaxaca en el Cerro del Fortín, planeado para enriquecer a un grupo de políticos a pesar del daño al patrimonio, y tuvieron que instalarlo lejos, donde ahora se pudre poco a poco. Y por el terremoto del 7 de septiembre, hace dos años –que devastó Juchitán y otros pueblos del Istmo de Tehuantepec–, donó una cantidad importante de recursos y promovió en Pro-Oax, su asociación civil, la recaudación de fondos para ayudar en la reconstrucción. No sólo juntó dinero, sino estuvo muy atento a ella y reclamó que los materiales para erigir los nuevos edificios no fueran los adecuados para geografías con 40 grados. Nada, nada, dejaba inconcluso cuando era benéfico.
La pérdida es inmensa. No sabemos todavía el efecto pernicioso que tendrá su ausencia en el estado de Oaxaca. Sin el maestro Toledo, quedan en el desamparo el patrimonio histórico, arquitectónico, gastronómico y quién sabe cuántas cosas más, porque desde ahora habrá quien desee apoderarse de nuestros recintos para convertirlos en hoteles o carísimos salones de fiestas.
La falta de Toledo, el hombre, es triste, tristísima, porque su generosidad no tenía símil entre los filántropos. Pero la falta de una figura moral como Toledo es incuantificable. Nadie queda, de ese tamaño, para la defensa de Oaxaca; nadie habrá, por lo pronto, que interceda ante instancias internacionales por las injusticias contra mexicanos; no existe nadie, y con ello dan ganas de llorar, que quiera tanto a Oaxaca, a quien dedicó su vida y su riqueza.
Su familia lo llora sin cesar; sus amigos lamentan su muerte; los oaxaqueños lo extrañaremos durante décadas y hablaremos de él como se habla de todos los personajes mitológicos. Algunos lo recordaremos como cuando pasaba en las mañanas frente a nuestra escuela, despeinado y distraído, pensando seguramente en ese precioso cielo de Oaxaca, que se vería muy bien con un papalote montado por conejos.
Gracias por todo, maestro Toledo.
Vicente Jurado
Excelente nota, una de las mejores que ha leído mi corazón, por que solo la vida del maestro se puede entender desde lo más profundo del ser.