Roma, obra abierta
Heriberto Mojica
Mucho se ha escrito ya sobre la película Roma (Alfonso Cuarón, Estados Unidos-México, 2018). Las opiniones sobre la película están divididas. Las favorables (muchas de ellas exageradas en elogios), en su gran mayoría vienen de los medios dominantes tradicionales (El universal, Reforma, The New York Times, La jornada, Letras Libres, El financiero, La razón, Revista de la Universidad) con sus respectivos líderes de opinión o críticos especializados (Enrique Krauze, Daniel Krauze, Jorge Ayala Blanco, José Felipe Coria, Leonardo García Tsao, Naief Yehya, Leo Zuckerman, Carlos Illades, Antonio Ortuño, Fernanda Solórzano). Muchos de estos formadores de opinión tienen en común la pertenencia a la misma clase que la película nos presenta y a la que su auteur representa: la alta clase media (aunque algunos de ellos intencionalmente borran el adjetivo ‘alta’ en sus reseñas; ¿o en serio la clase media sin adjetivos podía poseer así como así una casona en la colonia Roma, tres automóviles seminuevos, dos sirvientas semiesclavizadas, una ama de casa descorazonada, cuatro minimirreyes, una abuela fuera de tono, un chofer, un perro y un trabajo de editora sin ninguna formación ni experiencia profesional previa?).
Las opiniones menos entusiastas y más duras hacia Roma vienen en su mayoría de medios digitales independientes y de gente no posicionada en la élite cultural hegemónica. Por ejemplo, la de Astrid Yulieth Cuero Montenegro en Revista Marea, la de Sebastián Kohan Martínez en A sala llena, la de Luis Fernando Gallardo León en Arena Pública, la de Gustavo Ambrosio en Escribe cine o la de Esteban Govea en Revista golfa. Lo que comparten estos opinólogos no autorizados es que son los plebeyos del mundillo cultural.
Los juicios contradictorios entre estos dos grupos quizá podrían contar como una muestra de la polarización y las contradicciones profundas que dividen y desgarran a nuestro país. Cada grupo podría ser representativo de la clase a la que pertenece y de los intereses que los mueven y conmueven, como en Roma.
Pero hay un tercer grupo, sui generis. En éste encajan un joven escritor mexicano de origen plebeyo, pero reconocido en algún momento por la élite cultural mexicana (para su desgracia), y un crítico gringo de Manhattan con mayor poder mediático que Enrique Krauze (oh, sí). Se trata de Tryno Maldonado y de Richard Brody. En su perfil de Facebook, Maldonado sintetizó lo que a su juicio es la falla elemental de la película de Cuarón.
“-Mamá, mamá, Cleo se quedó muda.
-No, niño estúpido; es que a Cleo no la dejan hablar en toooda la película”.
Obvio, hubo respuestas inmediatas que tacharon el comentario de Tryno Maldonado de llana ardidez. Insultos que van desde el “¡Qué estupidez!” hasta falacias como la de Paty Peñaloza (una locutora radiofónica y crítica de música), que intenta echar abajo la observación de Maldonado pegando debajo de su comentario en redes un enlace que nos informa sobre el apoyo del gremio de las trabajadoras domésticas a la película de Cuarón (como si el apoyo, digamos, de los campesinos a Luis Echeverría Álvarez en su campaña presidencial, justificara el eventual despojo de tierras).
Richard Brody, por su parte, desarrolla su crítica a Roma en la misma línea que Maldonado. La sutil (y gran) diferencia con el escritor zacatecano es de forma. Al mexicano le encanta provocar, Brody es más clásico en sus métodos. Pero concluye lo mismo. Dice el gringo para el The New Yorker:
“Incluso los directores consagrados podrían no entender lo que están haciendo. Podrían revelar aspectos esenciales de su obras sin advertirlo, sacar aspectos cinemáticos o inconscientes, que apuntan a lo que debería o podría ser una película. Eso es lo que Alfonso Cuarón, el escritor y director de Roma, hizo”.
¿Qué es lo que Alfonso Cuarón hizo (pese a él)? Nos contó una historia sin la voz de su protagonista. Este detalle hace de Roma una película fallida con pretensiones de grandeza. Es decir, de acuerdo con Brody, Roma es una película-homenaje (sincero) a una mujer indígena de clase trabajadora que ¡no tiene una voz propia en (casi) toda la película! ¿Por qué sucede esto? Porque la historia, valga la redundancia, de esta mujer-indígena-desclasada (su trabajo asalariado no tiene reconocimiento institucional, por tanto, no hay seguro social, aguinaldo, vacaciones y horas extra remuneradas como señala la ley), es contada por un hombre-blanco-burgués (Cuarón). Pero es todavía peor, formalmente (en términos de narrativa cinematográfica), la historia de Cleo no es contada desde la mirada de este hombre-blanco-burgués (lo cual explicaría la mirada prejuiciada), sino desde el punto de vista de Cleo. No es extraño, entonces, que pese a ser la protagonista, Cleo sea el único personaje plano, vacío, racializado y estereotipado (a pesar de las intenciones de su autor).
¿Esto es Roma? Sí y no. Roma es contradictoria para bien y para mal. Y por eso mismo la recepción de la película ha despertado posiciones encontradas.
¿De qué va Roma? Hablemos de la película y sólo de la película (y no de lo que nos evoca, o lo que escuchamos que dice de ella su autor, o de si representa, refleja o retrata fielmente la realidad de la época en que está situada y las circunstancias de las empleadas domésticas en México). Intentemos un ejercicio de análisis cinematográfico y no uno de nuestras impresiones personales o de sociología del cine. Este análisis presupone que el lector ya ha visto la película, por tanto, nos ahorramos la descripción general o detallada de los acontecimientos para hacer hincapié solamente en la problemática que Maldonado y Brody señalan, y que creemos es fundamental para apreciar la película en su justa dimensión.
En primera instancia, Roma es un año de crisis y cambios en la vida de Cleo y Sofía, dos mujeres abandonadas con todo e hijos por sus respectivas parejas de hombres. Ambas se ven obligadas a procesar este abandono y a hacerse cargo de los niños también abandonados por sus padres. En el caso de Cleo, se trata de un nonato; en el de Sofía, de cuatro párvulos entre los 6 y 12 años. Esto quiere decir que, temáticamente, Roma es una historia sobre la maternidad en una sociedad dominada por hombres irresponsables.
Pero la película tiene más capas. El microuniverso de estas dos mujeres es una casa en la colonia Roma en donde Cleo es la sirvienta y Sofía la patrona. El macrouniverso es la ciudad de México -y el país en general- de 1970 al 71. Año convulso como pocos en la historia de México.
¿Cómo están contadas estas vidas? Y aquí comienza el primer escollo. En apariencia, desde el punto de vista de Cleo. A donde va Cleo, allá vamos nosotros con ella. Pero no. El desplazamiento panorámico de la cámara no solamente sigue a Cleo, abarca todo su entorno. Nosotros como espectadores observamos más allá de lo que observa Cleo. La película está contada y no está contada desde el punto de vista de ella. Esta ambivalencia produce la primera confusión, porque si el punto de vista narrativo solamente fuera el de Cleo, tendríamos que seguirla no solamente en su privacidad, sino en su intimidad. Y esto es justo lo que no sucede. La seguimos solitaria o acompañada a su dormitorio o al hotel en donde Fermín –el joven que la embaraza- se acuesta con ella, pero narrativamente nunca penetramos en sus pensamientos. Qué opinión tiene de su patrona o de Fermín, de ella misma, todo esto queda en el aire.
Solamente en el clímax de la película, después de arriesgar la propia vida para salvar la de los hijos de Sofía, podemos saber sin vaguedad qué es lo que Cleo piensa y siente. Deseaba que su hija no naciera y por azares de la vida su deseo se cumplió, esto le produce culpa. Entonces, que esté todavía más callada después de que su hija naciera muerta no se debe a la pérdida, sino al deseo de que así sucediera. Pero este secreto no podíamos saberlo porque Cleo hasta este momento de la película había sido un jeroglífico. Solamente su acto heroico y redentor le otorga una voz propia. Esta es la evolución dramática de Cleo. A diferencia de Sofía, que habla y habla y habla (ese es su privilegio de clase y de raza, a pesar de ser también una mujer en un mundo de hombres), Cleo tiene que ganarse ese derecho poniendo en juego la vida misma.
Por eso la primera imagen de la película es un plano en ángulo cenital de la baldosa que lava Cleo, y que poco a poco se vuelve un espejo de agua que refleja el cielo. Este espejo contiene ya la última imagen de Roma: Cleo ascendiendo al cielo en un plano contrapicado. Es decir, Cleo es alguien que viene de muy abajo y que con mucho esfuerzo se ha ganado el cielo (cariño, respeto; y redención). Cleo se ha vuelto un ángel de la clase trabajadora. Pero su evolución solamente es moral o espiritual, no material. Esto también nos lo muestran ambas imágenes. El final es la vuelta al principio: a fregar pisos y lavar los calzones de los niños en la azotea. Pensar, por tanto, que con su acto heroico, Cleo se ha ganado un lugar especial en la familia de Sofía es una fantasía ideológica. Fantasía de igualdad y sororidad que se desvela en la inocente declaración de la única niña de la casa: “Te quiero mucho, Cleo; trame un licuado de plátano”; o en el aparente reconocimiento entre Sofía y Cleo en la fiesta de año nuevo, cuando intercambian miradas en silencio, después del intento de seducción fallido por parte de uno de los hombres de la fiesta (amigo de su marido). El intercambio, sin embargo, está atravesado por una serie de puertas que las separa. No es directo. No puede existir reconocimiento mutuo de verdad. Aunque las vidas de Sofía y Cleo transcurren en paralelo, en realidad nunca coinciden debido a la relación de explotación directa que media entre ambas. La presunta sororidad está atravesada y desgarrada por la relación de dominio y subordinación.
¿Qué sucedería sin un día Cleo dijera “No” a las órdenes de la familia, “¡Ya basta!”. ¿La seguirían queriendo mucho? Esto queda abierto en Roma. Queda pendiente la evolución de Cleo hacia la verdadera emancipación pero el primer paso ya lo ha dado: su voz por fin ha sido escuchada.
Todas estas contradicciones y desvelamientos ideológicos están en la película misma. No estamos sobreinterpretando nada. Alfonso Cuarón es preclaro en lo que desea contar. Y, sin embargo, la vida de Cleo es narrada por un hombre-blanco-burgués cuyos privilegios e influencias han hecho de la película un fenómeno mediático. Hay una romamanía que no va a parar hasta que Cuarón –el genio creador- la cierre con el Óscar. ¿Cuándo podrán contar todas las Cleo del mundo, que lavan ropa ajena en las azoteas, sus propias historias? En el cine, al menos, se ve todavía muy lejano.