AMLO en el Azteca: la despedida del candidato, la bienvenida del presidente
“Capacidad: 87,000 espectadores”, dice de inmediato la Wikipedia cuando se le pregunta por el Estadio Azteca. De cualquier forma, no es necesaria la precisión para sustentar el enjambre festivo que apoyó a Andrés Manuel López Obrador al concluir su campaña presidencial. El Azteca es inmenso, por eso es el Coloso de Santa Úrsula. Y a pesar de lo que diga la Wiki, sabemos que su cupo es para 100,000 personas, el número de siempre, con el que crecimos y el que hemos presumido siempre. Sus dueños se ufanan de la magnitud del gigante. Cien mil, noventa mil, qué más dan esos números. No suenan a nada cuando se leen, pero suenan de forma ensordecedora cuando gritan, todas esas personas y al unísono, la palabra “¡Presidente!”.
¿Fue un error ocupar un estadio propiedad de Televisa para cerrar la campaña? No lo sabemos. De haber sido en el Zócalo, el Ángel o el monumento a la Revolución, siempre quedaría la duda de si el músculo fue suficiente o la gente, los seguidores, quedaron a deber. No fue el caso porque el Azteca tiene un cupo acotado, inmenso, pero limitado. Y se llenó como si la despedida fuera para siempre. Cien mil pudieron entrar, pero miles, no se sabe cuántos, quedaron con un honesto deseo de ver, aunque sea de lejos, a su candidato.
En un ámbito propio de deportistas y estrellas de rock, Andrés Manuel supo manejar con propiedad ser un objeto del deseo. Llegó media hora después de la cita y contuvo el cansancio para saludar, con parsimonia y afecto, a la gente del otro lado de la valla. Durante diez minutos estrechó manos, abrazó jóvenes, besó niños, intercambió palabras y lo que tardó en llegar hasta su estrado fue un pequeño terremoto para los vecinos de Santa Úrsula porque la gritería nunca cesó. Si el clamor dura diez minutos es porque tu barrio te respalda.
Cuando se trata de multitudes la organización se disloca. Pero no es lo mismo tratar de entrar a ver al América con un boleto falso o dar portazo para ver a los Rolling Stones, que tratar de encontrarse a cien, ciento cincuenta metros de aquella forma de la esperanza que encuentran en AMLO. Y la gente quiso entrar por la fuerza a través de una endeble organización. El Peje, López Obrador, Andrés Manuel, representa una oportunidad en la mentalidad ciudadana, una posibilidad difusa pero verdadera. En medio del desastre de este país, es entendible que se acuda al desastre para poder acercarse a Andrés, y mucha gente buscó entrar, fuerza de por medio, al sagrado edificio. En los torniquetes de entrada los remolinos vivos trataban de abrir las puertas que separaban a las calles de un Olimpo rentado. Cuando lograron romper la primera puerta, la ola incontenible nunca llegó. Apenas unas decenas quebraban una de las entradas cuando comenzó un grito de batalla que amilanó a los barbajanes: “¡sin violencia, sin violencia!” Y llegaron los custodios de las puertas a dejar entrar a otros miles, como un gesto recíproco de voluntades amigables.
A diferencia de los bots de Twitter, la gente en el Azteca era de carne y vísceras. Daban la cara. Asistieron con orgullo. Se equivocan quienes ven en las multitudes pejistas el rostro de la violencia. Nadie, nada hubo, con atisbos de pendencia. Incluso quienes se quedaron afuera aceptaron tranquilamente una derrota, pero sólo una, porque después, el domingo 1 de julio, el triunfo debe ser total. No vieron a Andrés Manuel, pero les quedó la certeza que estuvieron ahí para apoyarlo, para hacerle saber que tiene, detrás de él, a una comunidad que en quince años no le ha dado la espalda. En aquellas larguísimas filas para entrar al coloso, una pareja de ancianos llegó, hasta la reja, a preguntar cómo podían pasar. “No hay boletos”, fue la respuesta. “Déjenos entrar un ratito”, –argumentaron–, “de todos modos nos tenemos que regresar a Cholula a las 7”. Nunca supe si lograron pasar. La gente existe. Los “pejezombies”, los “chairos”, “los amlovers” son un concepto vago e inocuo. La piel, los sentimientos y la sangre de las personas es lo que permite que AMLO esté por tomar el poder o, en un terrible caso de fraude, defender el triunfo con su propio cuerpo. La gente existe. El oxígeno de Andrés Manuel es la gente.En el callejón de entrada al Estadio rebosaba la marea viva desde las 12 del día. La cita era a las 4, pero la anticipación se remunera bien en una ciudad donde creen que al que madruga algún dios le asiste. Desde el mediodía llegó la flotilla con los PejeProductos, una industria callejera que se despierta con la presencia de Andrés Manuel. Peluches, gorras, banderines, sombreros, tazas, playeras, listones y hasta ropa interior, se vendía afuera del estadio. ¿Quién, si no las estrellas pueden movilizar una industria con su sola presencia? AMLO es un rockstar que llena estadios y vende playeras. Bien lo decía Miguel Mateos y ahora los memes: “¡estrella de rock and roll / presidente de la nación!” Y la V de la victoria, en las manos de Andrés tiene un significado igual de poderoso que los cuernos en la diestra de Ronnie James Dio.
Ya que mencionamos estrellas de los escenarios, debemos hablar de Belinda. Su adhesión a la campaña de AMLO fue un acontecimiento en las esferas del espectáculo. ¿Qué sucedió realmente? Nadie lo sabe y quizá nunca se sabrá, pero interesa, sin duda, saber cuántos votos llevó hacia la causa de Andrés. Ella, la niña fresa, hizo bailar al Azteca y demostró ser un producto manufacturado para las masas que congrega el Peje. Una teoría sobrevuela el horizonte: su música agrada a las multitudes Amlovers, entonces, quizá sólo acudió a la lógica, ¿por qué ir con una minoría del otro lado de la política si con el ganador está el grueso de sus fans? Lo más probable es que ella haya ganado más seguidores que los que le proporcionó a la campaña de Andrés Manuel. Belinda antes bailaba con “el sapito”, ahora lo hace con el “Pejelagarto”. El espectáculo, los ríos y la política, tienen en común que forman parte de la vida salvaje.
Todo lo que sucedió en el Estadio Azteca tuvo tintes festivos, excepto la llegada y la partida. Los vecinos de Coapa, tan acostumbrados a los deportes y espectáculos, sonaban alegres su claxon al pasar, como si en realidad no le arruináramos el camino a casa. Llegar al Azteca era difícil: por tren se corría el riesgo de fenecer aplastado entre la muchedumbre; por autobús, el temor a no llegar jamás porque el tránsito era más denso que el humor de Ricardo Anaya; en auto, era imposible: la gasolina es demasiado cara.
Y si la ida fue difícil, el regreso fue peor. Tláloc esperó, amable, a que AMLO terminara su discurso y Eugenia León cantara para despedir a los Amlovers. Los trenes y camiones iban atestados y las filas para acceder eran más largas que los lunes. La diferencia era el ánimo, porque la fiesta se mantenía y los coros circundaban al Estadio Azteca. De cerca o de lejos se escuchaban los cánticos “¡es un honor, estar con Obrador!” Nada menguaba el ánimo. La lluvia hizo su esfuerzo, pero hasta ella cedía y se opacaba ante los gritos de emoción de quienes ven en Andrés Manuel López Obrador una posibilidad de salir de este negro agujero en donde 90 años de priismo y panismo nos han enterrado.
Andrés Manuel en el Estadio Azteca; una afortunada coincidencia futbolera y mundialista. Seis años después, quizá el Perro Bermúdez narre la sucesión: “Andrés Manuel, la toma, la acaricia, y la suelta. La pasa a Tatiana, que con habilidad, se abre los espacios y avanza de frente para anotar un segundo tanto…”
Fue un día animoso. Esperamos, sinceramente, que alcance a durar seis años.