El secuestro de la política
La Constituyente de la Ciudad de México
#ElSecuestroDeLaPolitica
Una Constitución es un pacto social, esto es, que las distintas fuerzas sociales y políticas de un pueblo asumen la necesidad de dialogar entre ellas para reconstruir el Estado, pues algo ha dejado de funcionar; han aparecido demandas sociales nuevas; el sistema político es anacrónico; y por lo tanto, apremia una transformación profunda del marco legal. Si algunos sectores o clases sociales son excluidos de ese diálogo político, la normatividad erigida terminará por convertirse en una olla de presión. Eso le pasó a la Constitución de 1857 en México para inicios del siglo XX, cuando la secular demanda campesina del reparto agrario, además del surgimiento de una nueva clase social: los obreros, terminaron por irrumpir y reventar no sólo la Constitución, sino todo el sistema social y político.
Una Constituyente es también una oportunidad de sanear un sistema corrompido como en Colombia (1991). Los colombianos entendieron que el único camino para enfrentar a todo un sistema imbricado con el crimen organizado era cimbrarlo desde abajo. La demanda surgió en las universidades privadas y públicas, pero se legitimó en las calles. No es únicamente un asunto legal, es por excelencia, político. La concreción de ese acuerdo social será el reflejo de la correlación de fuerzas del momento. Entre la Convención de Aguascalientes (1914) y la de Querétaro (1917) median tres años, pero además el desgaste de los caudillos más radicales como Francisco Villa y Emiliano Zapata, de los cuales Venustiano Carranza retomó sus banderas aunque matizadas, mejor dicho, mediatizadas.
El tema de la correlación de fuerzas es tal, que para ambos constituyentes se eligieron estados neutrales (Aguascalientes y Querétaro), para no condicionar el debate ideológico con la presión militar. Y aún así, su influencia fue inevitable. Para el caso de la actual Constituyente de la Ciudad de México, es ésta una de sus mayores limitantes, sobre todo desde la perspectiva de la izquierda social, ya que en este momento vivimos una desmovilización y repliegue de las organizaciones sociales, no porque no existan grupos organizados con demandas políticas, sino por la ausencia de una vinculación y reconocimiento entre esas luchas aisladas, sin un programa que aglutine una fuerza real bajo la égida de un proyecto de Ciudad.
Es por eso que tenemos un procedimiento formal que a todas luces es autoritario. De 100 constituyentes, 40 serán designados entre el Ejecutivo Federal, el Jefe de Gobierno y la Cámara de Senadores, como si esas instituciones gozaran de legitimidad frente a la sociedad para dotarse de esas atribuciones. No entienden que la mejor manera de fortalecer la confianza con la ciudadanía es hacer precisamente lo contrario. Los otros 60 serán votados de forma universal, directa y secreta en urna, donde los partidos políticos tradicionales también acapararán esos espacios, con un margen mínimo para las candidaturas independientes, puesto que en la convocatoria se pusieron muchos candados para obtener el registro como independiente y después competir contra toda la estructura electoral de los partidos tradicionales.
En México ya padecimos la implantación de una Constitución sin arraigo, frívola, cuando en 1824 se hizo una calca del marco constitucional norteamericano. No fue sino hasta mediados del siglo XIX que un proceso revolucionario empujó desde abajo para rasgar el corsé inventado por una oligarquía indolente. El grupo encabezado por Juan Álvarez y posteriormente por el indio Juárez, tuvieron el acierto de organizarse en torno a un proyecto de nación, con un horizonte de largo plazo. La Revolución de Ayutla se caracterizó por ser un proceso de renovación social y político que se planteó no sólo el derrocamiento de Santa Anna. Precisamente lo que la distingue de todos los golpes de Estado anteriores, de las revueltas y amotinamientos es la refundación del Estado mexicano, que con todo y sus carencias -que ya mencioné atrás-, es lo que le da el estatus de Revolución.
Y es precisamente esto último, la capacidad de movilización y organización de la sociedad, lo que provoca más que miedo, pavor a la clase política. Pues una coyuntura de esa magnitud, politiza, moviliza, organiza sectores y clases sociales regularmente apáticas. Eso fue lo acontecido en la Revolución francesa, cuando el Rey Luís XVI decide censurar, clausurar la asamblea de los tres Estados Generales, después de observar como las clases bajas adquirían conciencia política y proliferaba un discurso democrático; la respuesta del pueblo francés ante ese acto autoritario, fue una Revolución que cambió el rumbo de la historia universal. Es por eso que la partidocracia mexicana le ha apostado a un Constituyente tutelado. Aún se nos considera y se nos intenta tratar como menores de edad.
Para dejar clara esta idea, imaginemos el Constituyente de 1856 dirigido por Santa Anna, o el de 1917 tutelado por Porfirio Díaz. El Constituyente de la Ciudad de México está inscrito en un formato legal democrático sin que realmente sea democrático, pues acudir a votar no es garantía de democracia auténtica. Algo que aprendimos los mexicanos con el sistema político de partido hegemónico, donde cada seis años había elecciones sin alternancia, transparencia, ni concientización.
A pesar de todo eso, la presente coyuntura abre pequeños resquicios como son, el poner en el debate público el tema de la participación ciudadana, de las candidaturas independientes, de la ciudad que queremos; un excelente pretexto para debatir, discutir, pensar la política, organizarse y movilizarse, ya sea para denunciar el proceso antidemocrático, o para lanzar candidaturas independientes como ya lo han hecho algunas organizaciones sociales, civiles y políticas de izquierda, con la intención de hacer visibles demandas sociales de aquellos que no tienen voz.
La clase política mexicana usa el discurso democrático para cerrarle el paso a la democratización plena de la Ciudad de México. Los políticos profesionales-tradicionales deberían dejar de ser tan hipócritas y llamar las cosas por su nombre; lo que han concertado no es una Constituyente, sino un acuerdo faccioso entre las élites para allanar el camino a su proyecto de Ciudad basado en la privatización de los espacios públicos.
Es en resumidas cuentas, un secuestro de la política, por lo que no nos dejan otro camino al resto de los excluidos, que hacer política desde las calles para recuperarla, para reinventarla, para imaginar una ciudad de todos y para todos, como ya ha sucedido en momentos definitorios de esta capital, por ejemplo, en 1985, cuando la gente se organizó por sí misma para sacar a sus familiares, amigos y vecinos de los escombros que dejó el terremoto en septiembre de ese año, ante la miopía burocrática de un sistema carcomido. El pueblo no necesitó la tutela del gobierno para organizarse. Rescatemos entonces, ese espíritu crítico que ha caracterizado a los capitalinos desde siempre, encarnado en gestas históricas como las jornadas de 1968, 1986, 1988, 1999, por mencionar algunas.