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#19s un año entre escombros

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guerrerojp

17 septiembre, 2018 @ 6:49 pm

#19s un año entre escombros

La lucha damnificada de 2017

@guerrerojp

Finaliza septiembre. Es hora de decirte

lo difícil que ha sido no morir

-Roque Dalton

¿Qué es ser damnificada o damnificado? Para empezar, es necesario sobrevivir a una catástrofe que asesinó a personas cercanas y pudo también habernos matado. Además, es enfrentar -por tiempo indefinido- perjuicios gigantescos en todos los aspectos posibles de la vida.

Imagine, lectora o lector, el techo que comparte con la gente que ama, el lugar donde duerme. El colchón, los muebles, donde coloca su ropa, sus zapatos, su celular y computadora. El rincón donde guarda algún recuerdo o regalo de seres queridos. La cocina, el comedor, la cochera. El sitio donde creció, vivió, amó y odió quizá durante toda una vida. Ahora, visualice que todo ello –en unos instantes- se derrumbó para convertirse en escombros y usted en damnificad@.

Sólo en un país como el nuestro, es posible que una tragedia se repita el mismo día, 32 años después. El 19 de septiembre de 2017, en la misma fecha de 1985, un sismo sacudió la gran Ciudad, dejó 228 personas muertas y arrojó miles a las calles.

Eran las 13:14 horas, poco después del tradicional simulacro de cada año, cuando decenas de edificios de la capital se desplomaron y las calles se convirtieron en zonas de muerte, miedo, desolación, dolor, tristeza y también esperanza.

La primera sensación fue un extraño alivio al saberse “no muerto”, porque tampoco podíamos sentirnos vivos. Llegar a donde vives (¿vivías, vivirás?) y comprobar que fue una de las zonas dañadas dio inicio a una incertidumbre que crece minuto a minuto, hora por hora, día por día, semana por semana, mes con mes. Nunca termina.

La noche uno fue la más difícil. Todo junto: caos, confusión, temor, coraje.

Las calles ardían ante los gritos: “¿dónde está mi mamá?, ¿y mi papá?, ¿has visto a mi hermano?, no puedo localizar a mi esposo, hay mucho tráfico no puedo llegar, no encuentro a mi hija, ¿el niño está bien?, no se puede entrar a los departamentos, ¿dónde vamos a dormir?”

Los rescates

 Puño en alto. Todos sentados. Silencio total. “¡¿Hay alguien ahí?! ¡¿Me escuchas?!”. Silencio. Un albañil, un carpintero, un electricista, un rescatista, un médico. Silencio. Botes, carretillas, camiones. Silencio. ¿Son los topos? Palas, zapapicos, martillos. Silencio. Siéntense, ¡abajo! Ya quieren meter la maquinaria, no los vamos a dejar. Silencio. Están trabajando con perros, les dicen binomios caninos. ¿Alguien gusta una torta?

Esas noches y esos días todos sabíamos que el silencio era esperanza: damnificados, rescatistas, soldados, voluntarios, policías, marinos, curiosos. El puño arriba era la señal, todos quietos y a callar. Los perros y aparatos de localización de ondas sonoras necesitaban trabajar sin ningún tipo de ruido, de su éxito dependía salvar la vida de alguien o en el peor de los casos, recuperar cadáveres.

Además de apoyar en el acopio y distribución de herramientas y víveres, tuvimos que buscar dónde estar, comer y dormir con lo poco que teníamos a la mano cuando tembló.

La solidaridad se manifestó como una cadena interminable integrada por miles de personas que nos proveyeron de alimento, cobijas y las casas de campaña que asumimos como hogar.

En todo momento, el Gobierno de la Ciudad de México quedó ampliamente rebasado por la respuesta de la sociedad, notablemente de jóvenes universitarios que formaban brigadas que trabajaron de sol a sol aún con las lluvias y los fríos de septiembre. Funcionarios de todos los niveles sólo se aparecían en las zonas de desastre para evidenciar su falta de capacidades ante la emergencia.

El Jefe de Gobierno, entonces Miguel Ángel Mancera Espinosa, como una de sus primeras acciones para comunicar el trabajo que hacía en la ciudad ante el sismo, difundió por redes sociales una foto de él y sus colaboradores con chalecos –en actitud contemplativa y de preocupación- frente a televisores y equipos de cómputo.

Mientras tanto, en las calles se impregnó un olor a muerte y las dudas, como el miedo, aumentaban cada segundo.

La organización

 El suplicio para los damnificados no se limitó a las tareas de emergencia. Cuando terminaron los rescates no pudimos volver a casa. Las grietas, los muros resquebrajados, los vidrios rotos y el desastre que dejó el terremoto nos lo impidieron. Sólo pudimos entrar por minutos para sacar documentos importantes y algunas mudas de ropa.

La ciudad era una inmensa morgue y los cadáveres eran nuestros edificios colapsados y dañados. No teníamos, en esos instantes, otra opción que contemplarlos y preguntarnos qué va a pasar con ellos y con nosotros.

Las respuestas tardaron en llegar. Pasados los días, no sabíamos cuántos de nuestros vecinos habían sobrevivido, cuántos estaban heridos, qué pasaría con nuestros departamentos. Tuvimos que asumir que estábamos solos, que el gobierno no nos apoyaría. Entonces dimos el primer paso> conocernos y organizarnos.

En el caso del Multifamiliar Tlalpan tuvimos asambleas diariamente durante las primeras semanas después del sismo e integramos comisiones de trabajo para enfrentar las dificultades: instalación y orden de campamentos, donaciones de alimentos, de agua (millones de litros), prensa y la interlocución con las autoridades siempre ausentes y limitadas.

Definimos nuestros principios que mantenemos a la fecha: unidad ante todo, no renunciaríamos por nada a nuestro terreno, rechazaríamos cualquier intento de endeudarnos para recuperar nuestro patrimonio y no nos vincularíamos para nada con un partido político.

Nuestra primera manifestación organizada fue una conferencia de prensa en la que demandábamos apoyo a vecinos que perdieron a sus familiares, atención adecuada a todos los damnificados, información precisa sobre las tareas pendientes en las zonas cero. Todos coincidimos en lo importante que era hacernos escuchar.

Caímos en cuenta que teníamos que librar muchas batallas. Una de ellas, contra el olvido. Los mensajes del gobierno mancerista decían que la ciudad estaba de pie e invitaban a volver a la “normalidad”. No lo podíamos aceptar, mucho menos cuando todavía se respiraba la muerte de nuestros vecinos y el desamparo se adueñaba de nosotros.

A casi dos meses del sismo, integramos Damnificados Unidos de la Ciudad de México, con mujeres y hombres de otras demarcaciones que compartían nuestra desgracia e incertidumbre.

Tuvimos que fortalecer la organización de las personas damnificadas ante la necedad del gobierno por hacer invisible el desastre que imperaba en toda la ciudad y sus propias limitaciones para resolver la crisis.

Predios de Coyoacán, Benito Juárez, Gustavo A. Madero, Tláhuac, Iztapalapa, Xochimilco, Tlalpan, Cuauhtémoc nos unimos para crear una coordinación de acciones que nos permitieran labrar un camino para un proceso digno de reconstrucción, sin créditos y sin vulnerar nuestros inmuebles.

La lucha por la reconstrucción

 Al principio, servidores públicos de medio pelo fueron los primeros que pretendieron “ayudarnos”, pero su capacidad de resolución era en extremo limitada y sólo pudimos gestionar la instalación de carpas para mejorar un poco las condiciones de los campamentos.

Se hacían sordos cuando preguntábamos cómo se iban a levantar y reparar nuestros edificios, pero en el escritorio de Mancera se preparaba la salida indigna: los créditos o la redensificación, es decir, aumentar el número de departamentos para su venta y con eso costear los gastos de la reconstrucción.

De inmediato rechazamos esas opciones, pues eliminaban de un plumazo la responsabilidad del Estado para responder a la contingencia y la descargaban en nosotros, los directamente afectados.

En franca violación a nuestro derecho a ser consultados, el Gobierno de la Ciudad de México y la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobaron una Ley de Reconstrucción diseñada para cuidar del enamoramiento de los funcionarios por los fondos públicos y obligarnos a pagar por nuestra casa, la que ya habíamos pagado.

Las puertas estaban cerradas, nos dieron mil motivos (ninguno válido) para ceñirnos a esa absurda ley, por eso entendimos que tendríamos que realizar acciones contundentes de protesta. Las soluciones que ofrecía Mancera nos condenaban al desplazamiento forzoso o al despojo de nuestras viviendas.

 Cerramos varias veces la Calzada de Tlalpan, los accesos a la Secretaría de Finanzas, bloqueamos la avenida Universidad, el Zócalo capitalino, incluso tomamos las oficinas de la Secretaría de Gobierno.

Repudiamos también la renuncia de Miguel Mancera a la jefatura de gobierno para consumar sus ambiciones políticas de llegar al Senado, así como la dimisión de Ricardo Becerra, comisionado para la Reconstrucción que pasó con mucha pena y sin ningún tipo gloria por ese cargo.

A fuerza de movilización arrancamos todo lo necesario para que pudiéramos enfrentar la estela de destrucción que dejó el sismo: desde una casa de campaña hasta un fideicomiso que posibilita la reconstrucción con cargo al presupuesto público.

Después de que Mancera huyó, en el mes de junio instalamos un campamento de damnificados en la Calzada de Tlalpan al que por obligación llegó el jefe de gobierno sustituto José Ramón Amieva para aceptar que se diseñara la ruta que no nos transformara de damnificados a deudores. Tuvieron que aceptar lo justo de nuestra lucha, no buscamos otro fin que regresar a casa con la frente en alto y con seguridad.

Al cumplirse este primer año del sismo, en el Multifamiliar Tlalpan logramos la reconstrucción total del edificio 1C colapsado y el reforzamiento de los otros nueve edificios con cargo al fondo público, sin ningún tipo de endeudamiento y así pretendemos que sea con absolutamente todas las viviendas dañadas de la capital, pues a la fecha todavía hay predios que no cuentan con soluciones adecuadas al tamaño de la crisis.

Con el sismo del 19 de septiembre de 2017 todos los habitantes de esta gran Ciudad de México perdimos algo, desde ese día la alerta sísmica se escucha hasta en los huesos.

Nos tocó ser damnificados, pero no sólo luchamos por nosotros, sino por quienes en el futuro padecerán nuestras mismas desgracias. Esperamos que el camino que tuvimos que construir con fuerza, voluntad y determinación sirva para que no empiecen de cero quienes sufran nuestra misma suerte, porque todos sabemos que volverá a temblar.

Sobrevivir a un temblor es garantía de amplio sufrimiento y vasta incertidumbre. El futuro se bloquea y el presente se complica. La ruta es la dignidad y la organización. Los terremotos pueden tirar todo, menos a mujeres y hombres que luchan por causas justas.

Las damnificadas y los damnificados lo sabemos. Por todo el tiempo que dure levantar nuestra ciudad no daremos tregua en nuestra lucha, si un sismo nos hizo ver de frente a la muerte, no dejaremos que nos herede la derrota.

Damnificados Unidos serán reconstruidos.

 

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Reportero. Estudió en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Celayense de corazón.