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7 de septiembre, la noche que empezaron los terremotos

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unogermango

8 septiembre, 2018 @ 11:50 am

7 de septiembre, la noche que empezaron los terremotos

@unogermango

Todo empezó con una falsa alarma. A las 7 de la tarde, apenas llegando la puesta de sol, el sonido de las alertas hicieron correr a unos cuantos mientras en la mayoría provocaba molestia. Ese sonido todavía no estaba asociado al pánico profundo que ahora vive al ras de la piel, presto a brotar al escuchar un ruido que nos evoque a un sismo.

“Fue un error humano”, dijeron las autoridades, y la molestia fue mayor. Alguien, quizá concentrado en responder un mensaje de su WhatsApp, oprimió la tecla equivocada y se transmitió la señal que llegó hasta las bocinas siniestras instaladas en la ciudad de México. Los capitalinos, con parsimonia, salieron a la calle. Una falsa alarma, una alerta sin sentido, apenas 5 horas antes de que en el sur y el centro de México la vida cambiara de repente.

En Twitter, la tendencia era una fecha cuyo significado ha cambiado para las próximas décadas: “7 de septiembre”, mencionaban miles y la voz de Ana Torroja llegaba de inmediato con nostalgia. Videos, fotos y extractos de la canción llenaban la red. El romanticismo, como suele suceder, deriva en tragedia.

En una ciudad donde a veces la vida comienza a la medianoche, como la Ciudad de México, el horario no representaba una afrenta de la naturaleza. Pero en los pueblos destruidos, las 11 de la noche, casi las doce, es un agravio doble.

A las 23:49 comenzó un sismo que terminaría a las 23:52. La gente lo sintió durante minuto y medio, pero duró tanto que todavía no se ha acabado. 8.2 grados, dice la ciencia y le coloca una categoría. Duró tanto que aquellos que no tuvieron miedo de mirar al cielo pudieron ver el espectáculo de luces. Igual que las alarmas falsas, una impostora aurora boreal fue el deleite en medio del terror. Poco se habló de ella, primero porque la ciencia de inmediato cerró el tema, pero quizá se deba más a que hay cosas que es mejor no mencionarlas porque se corre el riesgo de invocarlas.

El primer terremoto fue en las costas de Chiapas, en el Golfo de Tehuantepec. Suena lejos, pero devastó demasiados lugares, tantos pueblos, que no podríamos mencionarlos a todos.

Apenas se recobraron las señales de internet, comenzó la difusión del cataclismo. Oaxaca estaba sumida en la preocupación, pero nada le había pasado a su gloriosa capital. En Chiapas sucedía lo mismo. Pero poco a poco, minutos después de recobrado el gobierno del propio cuerpo, se supo que decenas de pueblos estaban incomunicados. En tiempos de internet es sabido que eso es sinónimo de desastre. Los relatos llegaban por medio de mensajes que lograban colarse entre las rendijas satelitales del 4g.

No había pasado la media hora cuando una sacudida nueva derribó lo que había quedado débil. Esta vez fue en el mar de Salina Cruz y marcó 6.1 grados en la escala donde se mide objetivamente su movimiento. Allá abajo, en los hombres y las mujeres, se mide con miedo, con un temblor del cuerpo tan difícil de controlar como los temblores del suelo. Hubo quienes no murieron en el primer embate sísmico, pero su corazón no resistió la nueva oleada tectónica.

Había muertos y heridos, pero la emergencia aún comenzaba. La zona costera, el orgullo del estado de Oaxaca, anunció riesgo de tsunami. Un nuevo y poderoso movimiento, esta vez de agua salada, amenazaba los distintos paraísos. Los hoteles enviaron a sus huéspedes a los techos; los hospitales organizaron una rápida retirada a sitios altos. La gente comenzaba un éxodo a donde pudieran protegerse del agua venida desde el mar. En medio de la urgencia y la desesperación se veía de reojo hacia mar, buscando indicios que señalaran más muerte. Pero nunca llegaron. Y la devastación por el terremoto volvió a ocupar el protagonismo.

Los números son fríos y sólo les interesan a los gobiernos. Nada dicen a quien se le cayó su casa ni le hablan al que perdió a un familiar. Los muertos fueron de Tabasco, Chiapas y Oaxaca. El peor escenario ocurrió en el Istmo de Tehuantepec. Juchitán, la emblemática ciudad istmeña, apenas se está levantando de sus ruinas.

Horas después del terremoto, los noticieros del mundo reproducían las fotografías de la catástrofe. En ese momento, las nubes de cemento de los edificios caídos no podían dejarnos ver la magnitud del terremoto y los fragmentos convertidos en polvo no permitían escuchar todas las voces de tantos llantos.

El palacio municipal de Juchitán se vino abajo. En un hecho paradójico, las paredes del palacio abrazaban a los techos y alcanzaban los pisos. Los muebles no resistieron el peso y fenecieron bajo las pesadas moles de concreto. Las ventanas se retorcían entre aquel escenario desolado. Pero ocurrió, como sucede en el país cuya única certeza es el dramatismo, que se salvó la bandera que anunciaba las fiestas patrias. No se desgarró, no quedó enterrada, no voló hacia una la dudosa libertad. Quedó maltrecha, cubriendo parte de los escombros. Y unas manos juchitecas, con el cuidado de quien no conoce la emergencia, la amarró a una improvisada asta y volvió a erigirla. La necedad oaxaqueña transmutó en virtud en minutos, y aquel pedazo de tela se volvió el mayor símbolo de la esperanza en los días por venir.

Así comenzó el mes del desastre. Septiembre, en nuestra memoria, significa tragedia.

12 días después, otro terremoto derribaría edificios de la capital y echaría por el suelo cientos de casas del centro del país.

Dos terremotos. Dos epicentros de terror. Cientos de muertos. Pero no todo fue desastre. A cambio, los temblores lograron levantar algo que se creía perdido: la esperanza.

 

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Editor de contenidos en la Revista Consideraciones. Profesor de la UNAM y estudioso del comportamiento de los gatos. El lenguaje lo es todo.