Opinión Reportajes

Al borde y más allá de la Cucapá

Colaboradores


3 mayo, 2015 @ 4:48 pm

Al borde y más allá de la Cucapá

Heriberto Mojica Peñuelas

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Al lado del camino

 

En el valle de Mexicali, desde la lejanía, se distingue sin dificultad la sierra del Mayor Cucapá. Con  el sol del mediodía, la sierra forma un espejismo que serpentea leguas y leguas hacia el oriente. Estos son sus dominios. Enormidades de tierra yerma. Los ojos enflaquecen al tratar de contenerla toda, se hacen de piedra cruda y rojiza como los  pliegues de la Cucapá. No hay nada viviente. Ni un ruido. Ni un movimiento. Las dunas, bíblicas, producen la sensación de eternidad. El desierto de Baja California empequeñece toda ambición, noble o vil. Pero más lo hace su cielo abierto y luminoso.

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Crepúsculo en la carretera Algodones-Mexicali, Baja California

En lo profundo del desierto,  sin embargo,  algo se estremece. Si nos detenemos por un momento y miramos de cerca, caemos en la cuenta de que hay un jolgorio al borde y más allá de la carretera. Es el fulgor de la gente que habita el valle de Mexicali, en Baja California. Generación tras generación, con la perseverancia de su labor cotidiana, esta gente ha resguardado el fortín, al noroeste de México, de la codicia expansionista de los Estados Unidos. A ellas –mil usos, ladrilleras, mineros, agricultores- es a las que escuchamos hablar. Lo que sigue es lo que ellas nos contaron y también es lo que no dijeron. Lo que, sabiamente, eligieron callar.

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Mujer ladrillera de Algodones, Baja California

EL POCHO

Un hombre espera el camión de pasajeros a la orilla de la carretera federal 5,  en el kilómetro 24, afuera de Mexicali, ciudad fronteriza al noreste de Baja California, México.  Al norte de Mexicali queda Calexico, ciudad del condado  Imperial de California, en los Estados Unidos, habitada por una abrumadora mayoría hispana. Desde Mexicali, a través del cerco metálico que divide las márgenes de ambos territorios, puede verse una base  militar norteamericana, compuesta de bloques de casas uniformes con techos a dos aguas, alineadas una después de la otra sobre rectángulos de césped impecablemente recortado.

El hombre tiene alrededor de 40 años y es de pocas palabras. No es un asunto de temperamento, sino que apenas y habla español. Él nació en México pero desde niño cruzó al otro lado y allá se quedó. Allá creció hasta volverse un hombre, se enamoró y formó una familia, un hogar; allá aprendió un oficio,  lo ejerció día con día y se construyó una casa y una reputación, hasta que lo agarró la migra y lo devolvieron para acá. Acá donde te “desaparecen” sin saber por qué.  Pero a él no hay que desaparecerlo porque  ya es un fantasma. Acá  él no existe para el Estado. No carga siquiera una identificación no oficial. No tiene un nombre ni a nadie ni nada. En este lado de la frontera él es llanamente el pocho.

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Guitarrista en el puerto de San Felipe, Baja California

Una mujer espera el camión con el pocho y hace las veces de intérprete, le completa palabras y oraciones como a un niño. Ella espera el camión para ver bajar a sus hijos que vuelven de la escuela. Tiene más o menos la misma edad que él. Se conocen pero no son parientes. El único lazo que los une es la precariedad. Al fondo hay una casucha que cualquiera imaginaría abandonada sólo de verla pero de pronto se abre su puerta y  asoma un viejo con machete en mano. Grita algo pero no se le entiende. El pocho dice que el viejo quiere que nos movamos porque estamos invadiendo su tierra pero que no le hagamos caso, que esto es cosa de todos los días con todo el mundo.

El pocho sobrevive como animal del desierto. Trabaja a destajo de lo que se ofrezca. Cuando el trabajo falta y el dinero igual, se conforma con el favor de la gente.  Al preguntarle por qué no intenta cruzar la frontera y reunirse nuevamente con su familia simplemente niega con la cabeza. No piensa volver a los Estados Unidos. Hay algo que lo separa para siempre de los suyos y es más fuerte y más alto que cualquier muralla. No quiere abundar.  De México no espera mucho pero ya no hay marcha atrás: somos lo que hay.

El camión arriba al lugar y no hay mucho tiempo para las despedidas; al partir, las ruedas levantan una nube de polvo que se tiñe en oro tras confundirse con el resplandor de la tarde. El viejo del machete también se ha ido y el silencio vuelve a conquistar el valle de Mexicali. El camino sigue hacia el ejido Durango. Quizá allá  mejore la suerte.

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Playa San Felipe

EL HELICÓPERO DEL GOBERNADOR

Rumbo al ejido Durango hay un camino de terracería  que conduce  a  las ruinas  de Sakamoto, ejido devastado por el sismo del 4 de abril de 2010 en  el valle de Mexicali.  Del ejido ya sólo quedan escombros sobre lodo y tierra hendida. Un altar improvisado con veladoras de plástico y muñecos mutilados se yergue en medio de la catástrofe. “El temblor afectó mucho pero el gobernador de entonces dijo que no había pasado nada. Y todo estaba destruido.  Se destrozaron todos los canales (de riego). Le decían la zona cero porque no había movimiento de nada, estuve tres años sin sembrar, por lo mismo”, recuerda un agricultor del ejido Durango que prefiere no decir su nombre.

Cuando el gobierno federal  se percató de la magnitud de la tragedia y declaró al valle zona de desastre, fue entonces que el gobernador del estado bajó en helicóptero para socorrer al pueblo, según cuenta el agricultor, un hombre alegre y fornido, de estatura media y profuso bigote entrecano; lleva una gorra tipo beisbol. “Pero en eso que vuelve a temblar y se subió de vuelta a su helicóptero, y ya nunca lo volvimos a ver. Yo creo que se asustó”, agrega.

Los ejidos  tienen el nombre del lugar de origen de sus primeros pobladores: ejido Monterrey, ejido Sonora, ejido Nayarit y así continúa la lista. El ejido Sakamoto, dicen en el ejido Durango, hace honor a los antiguos dueños, japoneses  cultivadores de algodón. Para el agricultor del ejido Durango, Sakamoto es una estampa de la condición actual del campo mexicano. “Ha estado muy olvidado el valle de Mexicali. Ahora se enfocan más en lo industrial. El campo está marginado”. Pero él prefiere siempre el campo. La ciudad no le gusta para nada. “En la ciudad uno tiene que pagar por todo. Aquí uno es más libre. Con cualquier lanilla se la pasa uno bien a gusto. Sin presión de nada. Y la ciudad es muy rápida. Si no se mueve uno lo apachurran. En la ciudad no hay vecinos”, reflexiona.

-¿Y el sueño americano?

-¿Cuál? Allá las cosas no son como las sueña uno. Muchos ya no vuelven pero es por orgullo, por no volver con menos de lo que se fueron.

Campo de algodón
Campo de algodón

El agricultor pone como ejemplo de esta ilusión a sus propios hermanos y cuenta cómo ellos creyeron haber sacado provecho de la Ley Simpson-Rodino, un instrumento del gobierno norteamericano de la era Reagan diseñado para el control y la regulación de los trabajadores ilegales.  La ley entró en vigor en noviembre de 1986. A muchos  migrantes, como fue el caso de los hermanos del agricultor, les otorgaron la residencia permanente en suelo estadounidense no sin pasar antes toda clase de trabas. Él recibió la misma oferta pero la rechazó. No piensa dejar nunca su ejido, el lugar donde nació y en donde toda su vida ha piscado maíz blanco, desahijado algodón  y sembrado  trigo, aunque el gobierno mexicano se empeñe en desaparecerlo (el Estado no sólo está desapareciendo personas).

-No se pude gozar el trabajo. Nos está marginando el gobierno. Antes de sembrar nos prometen que el grano va a valer tanto. Y ya luego lo pagan como ellos quieren. Y ese grano bueno ni se queda en México. Se va a Japón, a Rusia, a Italia. Aquí se queda lo que ellos no quieren.

La mayoría de los ejidatarios rentan a otros sus tierras porque ellos no pueden sembrarlas con sus propios recursos. Se necesita maquinaria (tractores) y dinero. Aquellos que, al igual que el agricultor del ejido Durango, siembran su propia parcela, reciben crédito a condición de que vendan la cosecha a quien los financia. “Se la vendemos a ellos porque ellos (los del avío) son los que nos prestan el dinero para sembrar. Y otro intermediario los avienta más pa’ delante. Son puros intermediarios…ese grano ya está vendido desde antes de que lo siembre uno. Y a nosotros, los que lo producimos, nos lo pagan barato. ¿Cómo salir ganando así?”.

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Desierto de Baja California

Con todo, el agricultor es feliz en el ejido. Sentado en una mecedora en el patio de su casa, con las manos relajadas sobre su abultada barriga, suelta con marcado acento ranchero: “Yo soy feliz aquí, comiendo nopales, frijolitos, acelgas y quelites. ¡Cuando había! Porque con los insecticidas que  le dan a uno para que no nazca yerba ya no crece nada de eso. Pero antes, de todo eso vivíamos. Nacía solo”. Ahora él mismo tiene que sembrar sus nopales pero cuando es temporada, se levanta desde temprano y sin chistar “le raja machín”

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Ama de casa de comunidad ladrillera en Algodones, Baja California

LAS HIJAS DE LA COLONIA LADRILLERA

-Aquí no viene nadie nunca; ¿qué nos van a ver a nosotras?

La vieja ladrillera mira de arriba abajo sus manos, dos rollos de masa blanda arrebatados al nixtamal hace ya más de setenta años.

-Venimos de Nayarit. Mi papá fundó la colonia ladrillera. Su herencia era hacer ladrillo y él se vino a hacer más ladrillos aquí.

-Yo sí nací aquí-, ataja la hija de la ladrillera, ansiosa de participar en la conversación.

La ladrillera continúa su relato sin hacer demasiado caso a los anhelos de su hija.

-Era puro monte. No había nada. Sólo la vía del tren que cruzaba. Algodones era paso de migrantes. Orita ya no, porque con eso que echaron la barda los gabachos… aunque todavía hay quien intenta pasar por ahí, le hacen la lucha con un mecate.

-En los morros de arena, adelantito, en la línea,  pasaban mucha droga-, complementa la hija, orgullosa de aportar algo a la historia.

La vieja ladrillera aprieta el puño cada vez que su hija interviene. Está sentada en una silla de ruedas y descansa los brazos sobre la mesa principal de la estancia. Lleva encima un mandil. Su hija permanece de pie, a su lado. Viste un suéter azul  arremangado y una  falda negra que le llega a las pantorrillas. Un fino vello oscuro recorre su labio superior. El entrecejo es también tupido. A diferencia de la madre, de proporciones generosas, la hija es enjuta como un palillo chino.

-Tengo dos hijos presos por secuestro. Cayeron en la droga y ya no hallaron cómo salir.

-Debían como doscientos dólares y por eso los obligaron a secuestrar-, aclara su hija.

-Mis hijos no sabían nada de eso. Eran amaters. Nunca habían secuestrado a nadie. Los amenazaron con matarlos si no lo hacían. Pero eran bien sonsos, pues. Se arrepintieron y soltaron  al secuestrado el mismo día en que se lo llevaron. Pero las hijas del señor afectado no quisieron perdonarlos y presionaron al  papá para que levantara cargos. Llevan cinco años presos.

-Los narcos eran de San Luis. Les quitaron también el carro. Tenían una tiendita en Algodones-, confiesa la hija  y mira después a su madre en busca  de  aprobación.

-Aquí no nos han prometido nada-, concluye la ladrillera, quien después de dieciocho años de fundir arcilla se retiró del oficio.

La colonia ladrillera está a cinco minutos de Algodones, sobre la carretera estatal 8. Algodones es un poblado fronterizo frecuentado, en su mayoría, por turistas norteamericanos y canadienses en edad de retiro. También es célebre por sus consultorios dentales y por contar con la garita más al norte de todo el país, la que conecta con Yuma, Arizona. Las dunas que bordean la región se han vuelto un atractivo más para los practicantes del sandboarding. El río Colorado, sin miramientos para ninguna línea divisoria, atraviesa la llanura; viaja desde las montañas rocosas de los Estados Unidos y prosigue su curso natural hasta el estado mexicano de Sonora. Hay un aire del salvaje oeste y del México insurgente en los alrededores de este viejo y pintoresco paraje.

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Pueblo Cucapá, Baja California

La colonia ladrillera, sin embargo, tiene su propia historia. No se alcanza a percibir si es un rancho en donde habitan familias o una fábrica de trabajadores de la construcción, pues ambos espacios se confunden. Destacan las chimeneas de adobe en vez de las antenas de televisión. Y los patios de las casas están invadidos de pilas de ladrillos que se multiplican por doquier como la maleza. Hubo un tiempo en que el producto se exportó a los Estados Unidos pero cada vez hay menos demanda. Para contrarrestar la escasez también se fabrican tejas. En ambos flancos de la carretera estatal se aprecian los campos de algodón y los renegridos hornos de fundición; señal de que la siembra de la planta y la fabricación de ladrillo son actividades productivas importantes en esta singular comarca de Baja California.

 

TAMBIÉN EL DESIERTO ES TERRITORIO TELCEL

La mina Real Ángeles de San Felipe, de la minera FRISCO, se encuentra en el corazón del desierto de Baja California, a la altura del kilómetro 123 de la carretera Mexicali-San Felipe. La minera reinició operaciones en 2010, después de permanecer cerrada nueve años, y desde entonces explota el oro y la plata de la zona. Diariamente, su servicio de transporte interno recoge a los trabajadores en distintos puntos de San Felipe, bahía paradisíaca que da al mar de Cortés y que de golpe pone fin a la aridez de la región. Afuera de una tienda de autoservicio, esperan el autobús dos mineros, les toca el segundo turno de la jornada laboral. Otro más, el mayor de todos, tiene el tercer turno, el nocturno. Él es originario de Chiapas.

“Yo hacía trabajo de albañilería en El dorado, un rancho a la entrada de San Felipe donde vive puro americano. Pagan bien. No son llorones a la hora de la pagada.  Pero se acabó el trabajo y cuando reabrió la mina hubo la oportunidad. Soy soldador de la mina”, dice el chiapaneco; hombre cordial y franco, de baja estatura, piel morena y ojos mayas.

Uno de los jóvenes mineros interviene:

-Pero los salarios son mal pagados. Incluso a los que andan en explosivos les pagan mal. Los jefes dicen que es porque bajó el oro. Pero eso no baja. Son empresas que están acostumbradas a pagar poco.

-Aquí no corren a nadie, la gente se sale sola. Por el sueldo-, completa el otro.

-¿De quién es la mina?-, se les pregunta.

– Carlos Slim es el dueño.

-¿Y el sindicato no apoya el alza de salarios?

-Yo no pertenezco al sindicato-, ataja el soldador.

-Hay quienes trabajan directamente con la mina y otros con contratistas-, aclara uno de los jóvenes. Y continúa:

-Yo sí  soy del sindicato pero en el sindicato dicen que está bien la paga. Es que ahora es por escalafón. Empiezas desde abajo seas lo que seas. Yo entré de operador pero no cuenta. Tienes que atenerte al escalafón. Hay tres categorías y de acuerdo con la categoría es tu sueldo.

-Antes, sí te pagaban de acuerdo con lo que sabías-, recuerda su compañero.

El camión llega por los jóvenes obreros de la mina y sólo queda el soldador chiapaneco, quien describe  en qué consiste su trabajo nocturno:

“En la noche no es trabajar como en la luz del día. Es cansar más la vista. Nosotros trabajamos con tuberías del 18 y de 14 pulgadas, de fierro, y los tubos son de 12 metros de largo. Mientras llega la campamocha (la máquina) que los levanta para ponerlos en el lugar donde los vamos a soldar, nosotros tenemos que rodarlos con barras, siquiera como unos 5 metros. Pero están bien pesados los tubos. Estamos sudando aunque esté helado. Ya nomás nos sentamos un rato, se nos enfría el cuerpo de nuevo y así  ya se siente lo helado. Y comenzamos otra vez a movernos. Sí, es duro.”

Hay quien ve en el desierto una oportunidad de redención, de reencuentro consigo mismo y con el cosmos; otros, un lugar de aventuras extremas. Los más siniestros, sin embargo, lo ven como la oportunidad de enriquecerse. La fiebre del oro se apodera de sus mentes y sólo pueden apreciar a la naturaleza como un recurso que espera a ser explotado. “¿Por qué quieren oro? ¿No puede fabricarlo? ¿Se lo comen?”, preguntó Pocahontas, intrigada,   a sus captores cuando invadieron Norteamérica. ¿Puede existir una duda más sensata que la expresada por la princesa powhatan? ¿Qué es lo que come Carlos Slim?

 

LA NOCHE DE LOS CUCAPÁ

De regreso a Mexicali la noche comienza a precipitarse y  el desierto se vuelve el fondo marino de un océano encantado.  Con los últimos destellos del sol, el contorno de las montañas y los cactos adquieren una tonalidad púrpura, roja  y añil. Más arriba, el cielo es una bóveda negra y vacía; la carretera, el asidero  de un barranco sin fondo.

Como un relámpago, se alcanza a ver un retén militar ocupando el carril contrario del trayecto; los soldados apuntan con sus armas de alto poder a una pick up, estática. La imagen condensa el momento presente que vive todo México.

Poco después, una cabaña de adobe aparece solitaria sobre la planicie. La rodea una oscuridad absoluta. El rostro sereno de un viejo cucapá está dibujado en uno de sus muros; lleva sombrero campesino y camisa de trabajo, a sus espaldas fluye el río Colorado, mira el horizonte como si leyera en el movimiento de las nubes  la noticia de un mejor porvenir.

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